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La insatisfacción ciudadana frente a la democracia representativa confirma que ésta es insuficiente para resolver las demandas de una sociedad participativa. El descrédito de partidos y de órganos parlamentarios, confirmado en todas las encuestas, subraya la distancia entre gobernantes y gobernados e invita a imaginar otros modos de inserción de las personas y sus organizaciones en las instituciones republicanas.
Las tendencias contemporáneas avanzadas tienen por común denominador el ensanchamiento de la pluralidad, la recuperación de las autonomías políticas y la irrupción de un poder ciudadano que aspira a replantear las relaciones entre sociedad y Estado. Sin embargo, en nuestro país, cada progreso en la materia contiene trampas y limitaciones. Así ha ocurrido con la consulta popular cuyas exigencias la vuelven inaccesible, así también las candidaturas independientes falseadas, ya que se rechazaron las condiciones originalmente propuestas para regularlas, como: requisitos razonables para las candidaturas, equidad en el acceso a prerrogativas públicas y prohibición de dinero privado.
A pesar de las restricciones levantadas contra los independientes, el relativo éxito que tuvieron en las pasadas elecciones abre una opción atractiva para el electorado. De ahí el temor histérico de algunos gobiernos estatales que se traduce en reformas para dificultar aún más la participación de esos candidatos. En Chihuahua, Hidalgo, Puebla, Sinaloa, Tamaulipas y Veracruz se condiciona a los aspirantes a contar con un apoyo mínimo del 3% de la lista nominal, lo que amplifica el ya gravoso 2% dispuesto por la legislación federal. En el caso de candidatos a gobernadores, los aspirantes deberán contar con firmas en por lo menos la mitad de los municipios.
El derecho a votar y a ser electos es un binomio esencial en cualquier democracia, que se ha venido imponiendo a pesar de los prejuicios y de los pataleos de los partidos tradicionales. En México, desde 1911, se abrió la posibilidad a los “candidatos sin partido” de competir por puestos de elección popular; no obstante, esa prerrogativa fue abolida en 1946. La izquierda planteó nuevamente esa posibilidad en las fallidas negociaciones de 1989 y se le cerraron también las puertas en las de 1994 y 1996, en parte por la escasa prioridad que le concedían los propios partidos proponentes. Estos excesos de la partidocracia se enfrentaron después a un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que derivó en la reforma de los artículos 41 y 35 constitucionales, restableciendo esas candidaturas.
No obstante, la legislación electoral vigente coloca a la mayoría de los ciudadanos frente a un derecho inaccesible. Se ha olvidado que la razón de ser de los candidatos sin partido es facilitar al ciudadano común y a sus organizaciones alcanzar cargos representativos; no fue pensada para quienes, por capacidades económicas o arreglos oligárquicos, pretendan reforzar la plutocracia por una puerta a su medida.
Existen desconfianzas fundadas respecto de la “berlusconización” de esas candidaturas que debieran ser atajadas mediante disposiciones que eviten la injerencia indebida de los poderes fácticos, la utilización de recursos de procedencia ilícita o los juegos electorales engañosos, propiciados por la misma clase política para afianzar la exclusividad de la que disponen. Por ello nos empeñamos, para la conformación del Constituyente del DF, en la inclusión de candidatos sin partido en listas plurinominales, con tan sólo el 1% de firmas, lo que ya figura en la minuta del Senado pero con limitaciones que es necesario superar.
Resulta también clara la necesidad de distinguir entre “candidatos sin partido” y “candidatos independientes”. Ya que la modalidad de la elección no es garantía de independencia política y puede ser, en cambio, una máscara de supeditaciones inconfesables. Los movimientos que están surgiendo en numerosos países del mundo, tendiendo a rebasar las ecuaciones paralizantes de los actuales partidos, nos muestran el verdadero significado de ser independiente: oponerse a la corrupción generalizada y enfrentarse la trama de complicidades que ha dejado al ciudadano sin voz ni significación ante intereses financieros supranacionales que atentan contra su dignidad y sus condiciones de vida. En ese sentido todos los actores y los órganos del Estado que aspiren a ser representativos, debieran ser independientes.
Comisionado para la reforma política del Distrito Federal