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Si usted consulta la Constitución del estado de Baja California se topará con una disposición que es vigente, pero es inválida. Esto es posible porque el congreso estatal no la ha retirado del texto constitucional pero la Suprema Corte declaró que carece de validez jurídica y, por lo mismo, no puede surtir efectos. Me refiero al siguiente texto contenido en el artículo 7º: “El Estado reconoce y protege la Institución del Matrimonio como un derecho de la sociedad orientado a garantizar y salvaguardar la perpetuación de la especie y ayuda mutua entre los cónyuges, satisfaciéndose este solamente, mediante la unión de un hombre con una mujer.”
Para los ministros de la Primera Sala de la SCJN las disposiciones como ésta discriminan por partida doble. Primero porque definen al matrimonio como una institución que tienen un fin que no todas las personas que optan por casarse desean o pueden materializar. “Perpetuar la especie” puede ser el objetivo de algunos matrimonios, pero no tiene por qué serlo para todos. Además, la norma discrimina al precisar que las uniones deben tener lugar entre un hombre y una mujer. En este caso las personas directamente discriminadas son las homosexuales. Para los ministros, “la exclusión de las parejas del mismo sexo de la institución matrimonial perpetúa la noción de que las parejas del mismo sexo son menos merecedoras de reconocimiento que las heterosexuales, ofendiendo con ello su dignidad como personas y su integridad”.
He citado a propósito la Constitución de Baja California para evidenciar una cuestión relevante. Los ministros sólo se han pronunciado sobre legislaciones de otras entidades federativas —recientemente Oaxaca y Colima— pero sus decisiones valen para todo el país. Por lo mismo, aunque no ha sido específicamente estudiado por los jueces, el párrafo citado de la Constitución bajacaliforniana, es inconstitucional y, por ende, inválido. El dato muestra el poder expansivo que pueden tener las decisiones judiciales en materia de derechos humanos. Un poder que se impone al de las mayorías políticas y que no puede ser resistido por los legisladores.
De hecho, para que la decisión surta efectos no hace falta —aunque sería deseable— que las legislaturas estatales depuren los ordenamientos de las diferentes entidades federativas. Hoy, en México, a lo largo y ancho del territorio nacional, por decisión judicial, el matrimonio es un derecho de todas las personas sin importar sus preferencias sexuales. Y eso conlleva otros derechos vinculados: fiscales, patrimoniales, médicos, migratorios, etc. Cualquier disposición constitucional o legal que sostenga lo contrario carece de validez jurídica. Ello, insisto, sin mediar que las legislaturas realizan o no la depuración legislativa que, en buena lógica y mejor técnica, deberían emprender.
Tampoco importa que la decisión no le guste a los grupos conservadores —por más numerosos que estos sean— ni que ésta o aquélla iglesia se pongan de cabeza. Superar los prejuicios y las estigmatizaciones lleva tiempo, pero es posible. La igualdad en derechos suele expandirse contra las mayorías y casi siempre contra instituciones poderosas. Para ello es fundamental implementar políticas incluyentes y preservar la laicidad estatal. La decisión judicial que nos ocupa es ejemplar en ambas dimensiones.
En el caso concreto, la lucha por los derechos ha sido larga, pero fructífera. Desde que se prohibió la discriminación en el artículo 1º de la Constitución, hasta que se especificó que ello valía también para las “preferencias sexuales”, pasando por la reforma legislativa en el DF que reconoció el matrimonio igualitario, para llegar a estas decisiones judiciales, han pasado casi 15 años. Tres lustros en los que cambió el derecho, pero también ha ido cambiando la cultura. De manera lenta pero constante la agenda igualitaria —venturosamente— se expande.
Director del IIJ de la UNAM