La misión más noble de los jueces es defender al débil frente al poderoso. Eso es lo que hacen cuando amparan a una persona ante el abuso de alguna autoridad. Le brindan la “protección de la justicia”. Un buen ejemplo de los alcances de esa capacidad protectora lo hemos visto en los últimos meses en EU.
La virulencia con la que Trump amenazó los derechos de miles de personas —por ejemplo de los refugiados y viajeros de algunos países de mayoría musulmana— se topó con el dique judicial. El supuesto hombre más poderoso del mundo —al menos hasta ahora— ha tenido que someter su impetuosa y autoritaria voluntad a las sentencias de los jueces. Toda una lección para los escépticos sobre el sentido práctico que tienen los arreglos constitucionales y sus principios básicos como la separación de los poderes.
Pero esa capacidad para imponer la fuerza del derecho a los caprichos del poder también debe acotar a otros poderes que no son los del gobierno. De nuevo la lógica que debe imperar es la de brindar protección a las víctimas ante poderes arbitrarios. Por eso en algunos países se fue desarrollando una especie de amparo judicial frente a los actos de particulares. El caso paradigmático —Caso Lüth— fue resuelto en 1958 por el Tribunal Constitucional Alemán. Desde entonces la doctrina y la judicatura fueron desarrollando argumentos para activar la intervención de los jueces cuando un particular —desde una posición de poder— lesiona los derechos humanos de otro ciudadano. Ello puede o no suceder con la aquiescencia o complicidad de las autoridades del Estado.
En México el tema ha sido estudiado por académicos y por juzgadores. Uno de éstos últimos, Fernando Silva García —quién tiene interesantes estudios en la materia—, acaba de emitir una sentencia que puede ser un parteaguas judicial. En lo personal la celebro por lo que estaba en juego y espero que sea un modelo para combatir la impunidad con la que se ha venido “gentrificando” la Ciudad de México. No podemos saber en qué va acabar el asunto pero vale la pena reseñarlo.
Desde hace años, de una manera voraz e irrefrenable, hemos constatado cómo se derrumban casas y se cercenan árboles para levantar moles de hormigón y cemento en toda la geografía capitalina. El eje principal de esa deforestación urbana colinda con el anillo periférico. Es impresionante el espectáculo que ha venido arrasando con los árboles —sobre todo, pero no solo— de la zona sur de la Ciudad para sustituirlos por torres con viviendas, oficinas y centros comerciales. No sé a usted pero a mí me atrapa una mezcla de indignación y angustia cada vez que circulo por las zonas aledañas.
Una de esas obras —monstruosa y desmesurada— se edificó sobre lo que fueron casas de Jardines del Pedregal. Lo que me interesa no son las viviendas sino los árboles —muchos de ellos cedros blancos— que fueron talados para dar paso a lo que será un centro comercial. La construcción arrancó imparable y se impuso a la voluntad de los vecinos y demás ciudadanos que pensamos que toda la Ciudad también —de alguna manera— nos pertenece. Por eso, un conjunto de organizaciones decidió acudir a la justicia y solicitar su amparo.
Hace algunos años se habría tratado de una gesta quijotesca pero ahora, con nuevas reglas e interpretaciones judiciales orientadas a la protección de las personas, el juez Silva determinó que la construcción vulnera derechos humanos y medioambientales e impuso una serie de condiciones para que el pabellón de negocios pueda operar. Una de ellas —para mí la más importante— exige la plantación de árboles y la restitución de áreas verdes.
Podemos suponer que el litigio seguirá abierto y que los desarrolladores (y las autoridades delegacionales que otorgaron los permisos) darán batalla en los tribunales. Es justo que así sea. Pero, por ahora, al menos, tenemos un ejemplo palpable del poder del derecho en manos de jueces dispuestos a defender nuestros derechos. Lo celebro.
Director del IIJ-UNAM