Muchas piezas andan sueltas y más nos vale acomodarlas. En la base del rompecabezas tenemos que ensamblar los bloques de tres seguridades: la nacional, la pública y la interior. En las últimas semanas he escuchado muchos intentos por definirlas y distinguirlas. La verdad sigo con confusiones. Si entiendo bien a la seguridad nacional la amenazan males muy diversos (desde un terremoto o una epidemia hasta una invasión trumpeana); a la seguridad interior la desafían males más domésticos pero de equivalente relevancia (revueltas, rebeliones, alzamientos, crimen organizado con equipamiento militar), y; a la seguridad pública la asechan las múltiples expresiones de la criminalidad común (desde los carteristas hasta los secuestradores, pasando por los homicidas y los robacoches).

El problema —creo— es que hay muchas zonas de traslape entre esas situaciones. El Cártel Jalisco Nueva Generación, por ejemplo, amenaza las tres seguridades de un jalón. Por eso es tan complicado precisar cuál es la autoridad y cuáles son las reglas con las que el Estado encara cada una de las amenazas y garantiza las tres seguridades. Los dilemas no son fáciles y, por lo mismo, vale la pena buscar claves para resolver el crucigrama.

Una premisa sólida es que los derechos humanos no son negociables. Esa es la brújula con la que debemos enfrentar el acertijo porque nos previene de cuáles son los bienes primigenios que debemos salvaguardar: la vida, la integridad, la libertad, etcétera, de las personas. Y, al mismo tiempo, nos indica algunos principios para lograrlo: presunción de inocencia, debido proceso legal, proporcionalidad en el uso de la fuerza, etcétera. Todo esto está en la Constitución y en los tratados internacionales.

Desde ahí podemos inducir algunas premisas orientadoras. Por ejemplo, parece sensato que, ante cualquier amenaza a las seguridades, el Estado debe reaccionar con la fuerza estrictamente necesaria para sortear la situación evitando causar daños colaterales. Para lograrlo la recta razón indica que es mejor investigar para prevenir que reaccionar para reprimir. Esto no siempre es posible pero sí es deseable y, por lo mismo, constituye una máxima de actuación si lo que se quiere es preservar al Estado constitucional y cumplir con el mandato de garantizar los derechos humanos.

De ahí se desprende otra conseja. Un Estado constitucional debe apostar por la profesionalización de las fuerzas civiles de seguridad y reservar a las fuerzas militares para situaciones excepcionales por extremas. La razón es sencilla: las primeras deben usar al Derecho antes que a la fuerza y, en contrapartida, las segundas recurren a la fuerza antes que al Derecho. Por eso es falaz pretender —como lo hacen las iniciativas de ley presentadas por el senador Gil y por el diputado Camacho— solventar el entuerto de la militarización dándole una base legal que hoy no tiene. Con ello —malamente— sólo se solucionaría la dimensión formal del problema. La inconvencionalidad y la inconstitucionalidad de combatir a la delincuencia —por más organizada que ésta sea— con las fuerzas armadas seguiría intacta.

Lo que necesitamos es un modelo nacional de procuración civil de justicia que funcione. Hoy no lo tenemos. En su diseño, creación e implementación está la solución al problema de seguridad pública que se ha convertido —si he entendido bien— en un problema de seguridad interior. Esto es así, insisto, si lo que queremos es consolidar un Estado constitucional y no un régimen de excepción autoritario.

Sé que avanzar en la dirección correcta tomará tiempo y que los apremios son siniestros pero no es con el apuro sino con la responsabilidad de largo plazo como los Estados democráticos deben sortear amenazas. Después de una década en el horror —y para salir de él— ha llegado la hora de enderezar el rumbo. La seguridad nacional —de un Estado constitucional y democrático— nos lo demanda.

Director del IIJ-UNAM

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