Cuando hablamos de la seguridad, de la procuración de justicia y de la impartición de la misma, no debemos ver las piezas por separado. Y eso es precisamente lo que se está haciendo en estos días. Ofrezco a los lectores un fresco de las discusiones, iniciativas y posibles decisiones que tengo registradas en mi —muy desorientado— radar mental, y que dan cuenta del cúmulo de asuntos que está en vilo.
Ya lo sabemos: está abierta una intensa disputa sobre el significado, alcance e implicaciones de la seguridad (exterior, interior, nacional, pública, humana). A propósito, se debaten iniciativas sobre —¿regular?, ¿definir?, ¿garantizar?, ¿distorsionar?— el concepto constitucional de seguridad interior; pero, al mismo tiempo, como si se tratara de cuestiones inconexas, se busca diseñar un verdadero sistema o modelo de procuración de justicia nacional que incluye la creación de una(s) fiscalía(s) autónoma(s). Por si no bastara, de manera simultánea, se procesan nombramientos y se intenta poner en marcha al Sistema Nacional Anticorrupción. Y, para colmo, emergen iniciativas —como la miscelánea penal que presentó la bancada del PRI en la Cámara de Diputados el mes pasado— que frenarían y darían al traste con el proceso de implementación del nuevo Sistema Penal Acusatorio.
Las discusiones sobre estos asuntos tienen lugar en el mismo momento pero en distintas sedes. Ello, a pesar de que se trata de agendas íntimamente ligadas que requieren de un abordaje en conjunto. La Seguridad y Justicia en Democracia —como se intitulaba un importante y olvidado documento de la UNAM— sólo son posibles si se calibran y ajustan diversas piezas de un sistema complejo: derechos, principios, normas y procesos; policías, peritos y agentes ministeriales; abogados, defensores y jueces. La lógica sistémica es indispensable para prevenir, investigar y sancionar los delitos sin echar mano del abuso, la simulación o la fuerza extrema.
Nuestro problema es que las cavilaciones sobre estas cuestiones, además de dispersas, tienen lugar en colectivos aquejados por el mal de la desconfianza cruzada que no logran sumar esfuerzos. Las organizaciones de la sociedad civil administran sus contactos con la academia; no sin razón, miran las acciones del gobierno con recelo, y; buscan diálogo legislativo con aliados potenciales que quisieran atraparlas en la inercia de la política partidista.
La academia intenta abrir espacios para la deliberación imparcial —no neutral porque su misión está del lado de los derechos y de la democracia—, pero fatiga para detonar una empatía constructiva con las organizaciones; debe salvaguardar su autonomía frente al gobierno y, de paso, debe procurar relaciones equidistantes con las fuerzas en el parlamento (que también quisieran atraparla en sus dinámicas).
Del gobierno, de los partidos (y de sus legisladores) sabemos lo que la teoría política enseña: operan bajo la lógica del poder e impulsan válidamente agendas propias (que pueden ser más o menos constitucionales y más o menos legítimas desde la perspectiva democrática). Esto es así y —como enseñan los realistas desde Maquiavelo hasta Weber— tendencialmente así seguirá siendo. La difidencia y el autointerés son palancas con las que operan los poderosos.
Pero ello no implica que debamos resignarnos ante la improvisación (en el mejor de los casos) o la maquinación autoritaria (en el peor de ellos) cuando se trata de diseñar a las instituciones que puedan regresar la paz a nuestras calles. Podemos y debemos demandar —además de participar en— la confección de estrategias sistémicas para atender problemas complejos.
Por eso, por lo pronto, debe frenarse el proceso legislativo de las iniciativas —de seguridad interior y miscelánea penal— presentadas. Entre sus defectos están la limitación, lo fragmentario y la miopía. Necesitamos con urgencia un Sistema Nacional de Justicia Civil; no leyes (además de peligrosas y regresivas) improvisadas.
Director del IIJ-UNAM