En este centenario constitucional y ante los llamados a la unidad y el resurgimiento de conceptos que parecían desfasados como el de soberanía, vale la pena honrar a la Constitución recordando algunos de los principios e instituciones distintivos del texto de 1917, pero contextualizados en la realidad política y social de 2017.

Primero, el gran fracaso. La Constitución de 1917 plasmó una agenda social que ha sido, con toda evidencia y sin pudores, simple y llanamente incumplida. La promesa de una sociedad en la que el trabajo y los recursos naturales serían de todos y para todos, no se ha verificado. La indigencia y la desigualdad son el rostro de una sociedad que se resistió al cambio prometido por el constituyente post-revolucionario.

En contraste, un éxito que fue madurando con el tiempo. El principio de la división de los poderes llegó a la Constitución desde el siglo XIX y cobró eficacia hasta bien entrado el siglo XX. Con las reformas al Poder Judicial federal y gracias a la transición democrática, se activó un contrapeso entre los Poderes de la Unión que desmontó al otrora partido hegemónico. Hoy, además, se cuenta con 13 órganos constitucionales autónomos que realizan tareas que antes tenía encomendadas el Presidente y, con ello, acotan su poder. Pero esto, que ha sucedido a nivel nacional, no ha impactado en la mayoría de las entidades federativas.

De ahí emana un principio incompleto. La Constitución nació federal, pero el federalismo no ha madurado en México. Se trata de una asignatura pendiente que no logra encontrar los equilibrios institucionales que permitan la gestión de políticas públicas eficaces y atentas a las demandas ciudadanas. El federalismo mexicano es una obra inconclusa.

Aludo ahora a un bastión desatendido. La constitución de 1917 nació laica y laica ha permanecido. La laicidad, en un primer momento se orientó contra una iglesia poderosa y que había gozado de privilegios; hoy, en cambio, se erige de cara a una sociedad cada vez más plural y diversa en materia de creencias. Entonces y ahora, la laicidad ha sido promesa de libertad y no discriminaciones, pero desde siempre vive asediada. Y los gobernantes —timoratos ante el cálculo electoral— desvían la mirada hacia otro lado.

En penúltimo lugar, retomo la razón de ser del constitucionalismo. En nuestra Constitución, los derechos nacieron como garantías individuales y hoy son derechos humanos. Esa agenda —la de los derechos en serio— debería ser el eje de la unidad nacional tan buscada. Igualdad robusta, libertad garantizada, autonomía plena, participación efectiva, tolerancia en la diferencia y respeto a la otredad son los ejes de un proyecto constitucional que contrasta con los racismos, las discriminaciones y las violencias que hoy desafían a nuestra nación. El problema es que, para usar esta agenda como defensa, primero, debemos hacerla efectiva.

Finalmente, refiero el principio de la soberanía. Suma potestas superiorem non recognoscens, decían los clásicos. Frente a Trump y sus amenazas entiendo el sentido profundo de la idea: ningún poder extranjero puede imponer su voluntad política sobre nuestra nación. Entramos a la tercera década del Siglo XXI con apremios del Siglo XIX. Sin embargo, en materia de derechos y de su protección debemos reivindicar al universalismo frente a la soberanía. Esa ha sido la gran aportación del constitucionalismo contemporáneo: frente a los abusos, no hay himno, bandera, identidad o razón de Estado que valga. Para eso está el Derecho internacional y sus rigores.

En síntesis, el desafío constitucional del presente reside en afirmar la soberanía con el universalismo de los derechos humanos; defender la laicidad; reencauzar al federalismo en clave constitucional y democrática y; sobre todo, atender con visión de estado al inadmisible rezago social. Si lo hacemos le brindaremos el mayor homenaje posible a la constitución de 2017 que, en los hechos, es la que cuenta.

Director del IIJ-UNAM

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