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He leído con atención las muchas críticas que han acompañado al nombramiento de Raúl Cervantes como procurador. Algunas de ellas provienen de voces conocedoras y comprometidas con la transformación institucional del país, así que merecen atención y reflexión. La objeción principal cuestiona las aptitudes del nuevo procurador para convertirse —en caso de que se apruebe la ley que lo habilitaría— en un fiscal general autónomo. Debo decir que, en esta ocasión, difiero. No sé si Cervantes logrará ser el fiscal que el país necesita pero creo que sí puede llegar a serlo. Aquí van mis argumentos.
A diferencia de lo que sucedía cuando el ahora procurador aspiró a ser ministro de la Suprema Corte de Justicia, creo que en este caso la militancia partidista no es un obstáculo. Partidizar a la Corte —con él o con otro militante destacado de cualquier partido político— hubiera sido un duro golpe a la independencia judicial. Por eso, en aquel entonces, me sumé a las voces que se opusieron a su designación. Ahora, en cambio, se trata de un procurador que milita en el partido en el gobierno, pero que no necesariamente lo hará cuando sea fiscal (en caso de que llegue a serlo).
La razón es electoral: en 2018 cambiará el gobierno y no sabemos cuál será el partido gobernante. Incluso si sigue gobernando el PRI, el fiscal no le deberá el cargo ni al presidente ni a los senadores en turno. Este argumento me lleva a desestimar las objeciones que giran en torno a los parentescos del procurador. Ser pariente de alguien no constituye un impedimento legal para ocupar el cargo y los poderosos de hoy no lo serán el día de mañana. Y, de ser fiscal general, Cervantes, ejercerá su responsabilidad durante la década venidera.
Hay argumentos adicionales que me alejan de las voces que han objetado de raíz el nombramiento. Uno de ellos tiene que ver con la trayectoria de Cervantes como legislador y que se refleja en el consenso político que acompañó a su designación. Sostengo esto a partir de una experiencia. Quienes participaron en la confección de la iniciativa ciudadana que impulsó al Sistema Nacional Anticorrupción y, posteriormente, atestiguaron de cerca el proceso legislativo mediante el que fue aprobada, pudieron constatar la solidez técnica —como constitucionalista— y la capacidad política —como negociador— del entonces senador. Más de una vez su intervención contribuyó a superar desacuerdos que parecían insalvables y conservar elementos de la iniciativa que interesaban al colectivo ciudadano.
Esas cualidades serán indispensables para diseñar, impulsar e implementar un marco legal idóneo para el enorme reto que supone transformar a la Procuraduría actual en la Fiscalía General que el país necesita. Estoy convencido de que este es el verdadero desafío. Un diseño legislativo ambicioso y sólido sí es la condición sine qua non para contar con una fiscalía autónoma. La prueba de fuego para el procurador Cervantes será liderar exitosamente el diseño de ese marco normativo, primero con los expertos y con los ciudadanos genuinamente preocupados por el tema (muchos de los cuales, dicho sea de paso, se cuentan entre quienes han criticado su nombramiento) y después con el gobierno y el Legislativo. Si falla en esa misión entonces sí que no tendremos la fiscalía autónoma y eficaz que México espera.
Estoy convencido de que lo fundamental no es quién es el fiscal, sino cómo lograr la construcción de una institución renovada. Sé que las personas importan, pero cuando se trata de las instituciones, pesa más su diseño, sus facultades, sus límites y sus controles. Cervantes puede ser el fiscal que estamos demandando si —y sólo si— se diseña la Fiscalía General que estamos necesitando. Las resistencias para que eso se logre son muchas y muy poderosas. Escatimarle al nuevo procurador el beneficio de la duda —paradójicamente— fortalece esos intereses. Por eso prefiero apostar a que tenga éxito y no a que fracase.
Director del IIJ-UNAM