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A mí me gustan los debates. Deliberar, intercambiar opiniones, contrastar argumentos, diferir, disentir, etcétera, son acciones que dignifican nuestra coexistencia y la hacen interesante. Para lograrlo con propiedad es necesario contar con información equivalente —o estar dispuestos a obtenerla— y brindar al interlocutor —o interlocutores— un trato basado en el respeto y el reconocimiento. Respeto a su persona y reconocimiento a su capacidad de discernir y disertar. Ello no predispone al acuerdo ni a la condescendencia, simplemente constituye una precondición para la discusión verdadera. Como algún día me dijo un amigo (que es también en maestro): “contra las ideas, todo; contra las personas nada”. Por eso me gusta diferir sin descalificar y contrastar sin ofender. De hecho, sólo bajo estas premisas la discusión es fértil y permite que los diferendos sean fructíferos, en el mejor sentido en el que pueden serlo; promoviendo el cambio de opiniones de uno o de varios de los dialogantes. O, en su defecto, fomentando la afirmación de las posiciones con renovados argumentos.
Por eso creo que la libertad de expresión es un derecho de primera relevancia. De hecho, quienes nos dedicamos al trabajo académico y de opinión vivimos —objetivamente— de ejercerlo. En realidad nos pagan por y para ello. La libertad de cátedra es una expresión de la libertad de expresión y la libertad de opinión —como la que ejerzo en este espacio o en las conferencias que imparto— es parte de lo mismo. Así que la vida de la investigación, la (verdadera) educación y el pensamiento libre no pueden entenderse sin la libertad de expresión.
Pero no todo puede decirse en cualquier momento. Esa premisa es un clásico ampliamente aceptado. Conocemos los ejemplos: que si está prohibido decir “fuego” en un recinto atiborrado, o el discurso de odio que provoca violencia y, lo mismo, la estigmatización que excluye y discrimina. Hasta ahí, por lo general, existe acuerdo. El problema se encuentra en otra parte: ¿cuándo una expresión afecta de tal manera a otro que configura el derecho de éste a esgrimir una respuesta? En un debate privado o académico la respuesta es casi obvia: siempre. Si no se permite el toma y daca deliberativo, el intercambio de ideas es un farsa sin sentido. Pero, ¿qué decir cuándo el debate se despliega en los medios públicos y los dichos se dirigen a personajes o actores con tal carácter?
El dilema tiene historia y es muy relevante. Hoy, en México, está en boga por la acción de inconstitucionalidad que han llevado el PRD y Morena —aunque también la CNDH— ante la SCJN en contra de algunas disposiciones de una ley reglamentaria en materia de derecho de réplica. Para mí la parte más relevante del debate es determinar si son lo mismo las expresiones falsas, las inexactas, las agraviantes, las injuriosas, las humillantes, las vejatorias, las groseras o las ofensivas. Porque de esa toma de postura dependerá si es legítimo contemplar un derecho de réplica —público y en condiciones equivalentes a las que caracterizó a las expresiones proferidas— a los sujetos afectados por las mismas. En paralelo se despliega una interesante discusión sobre la relevancia individual o colectiva del derecho en cuestión.
Para mí cada uno de esos conceptos debe ser definido con cuidado porque no es lo mismo calumniar que insultar, ni inventar que humillar. Y si se trata de agraviar, todos sabemos que es posible hacerlo con la verdad o con mentiras. Así que en estas lides hay que andarse con cuidado. Sobre todo si lo que está en juego es la imposición de limites a la libertad de expresión en la esfera pública. De hecho, pienso que en estas cuestiones no sirven las reglas generales —que suelen ser rígidas— sino las decisiones “caso por caso”. Sé que es difícil implementarlas pero no encuentro otra salida. Sobre todo porque, como diría Nohlen, “el contexto hace la diferencia” y cada caso es diferente.
Director del IIJ-UNAM