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El día de ayer, en este periódico, un amplio colectivo ciudadano publicó un desplegado dirigido al Presidente de la República y a los Presidentes de las dos Cámaras del Congreso sobre un tema crucial para el futuro de México: el diseño, facultades y puesta en marcha de la Fiscalía General de la República. El tono y el tino del diagnóstico y de la preocupación que motivan el texto son certeros. Esa institución es clave para apuntalar, como ahí mismo se expone, “la gobernabilidad democrática, la seguridad pública y el Estado de Derecho en México”.
Lo que está en juego no es poco y la moneda ya está en el aire desde 2013 cuando cambió la Constitución para sentar las bases de la transición mediante la cual la PGR dejará de existir y la nueva fiscalía entrará en funciones. Así que el manifiesto ciudadano, además de atinado, es oportuno. De hecho, su principal pedimento es un llamado a la prudencia para que no se legisle al vapor sobre un tema tan relevante. Los firmantes piden pausa, análisis, deliberación y corresponsabilidad cívico-política para atender una cuestión de magna importancia.
Eso merece subrayarse: los firmantes no exigen a los legisladores que hagan las cosas como ellos pretenden sino que los alientan para que se convoque a un diálogo nacional con mesas de trabajo y reflexionar juntos sobre lo que el país requiere. Hay mucha vocación democrática y responsabilidad ciudadana detrás de esa propuesta.
Y, sin embargo, aunque estoy muy cerca (y me siento orgulloso de ello) del grupo promotor, no firmé el desplegado. La razón de mi decisión —como es claro— no reside en el ánimo ni en el sentido último del manifiesto sino en una frase que, desde mi perspectiva, merece una reflexión y una discusión por sí sola. De ahí que haya decidido dedicarle este artículo.
Dicen los firmantes que es “fundamental que la nueva Fiscalía General no herede los vicios de la PGR” —hasta ahí coincido—, pero a continuación afirman que, por ello, se “debe comenzar ‘desde cero’”. En esta última tesis está mi diferendo. Pienso que uno de los méritos de nuestro proceso de cambio político ha sido lograr reformar, no refundar, a las instituciones.
A mi juicio esa es la estrategia que también debemos seguir para transformar al aparato de administración de justicia. Partir de cero no solo me parece imposible sino, incluso, contraproducente. Es verdad que las instituciones —en este caso la PGR— van afianzando prácticas y generando inercias que comprometen su desempeño. Transformar esas dinámicas es un reto mayúsculo pero con las normas, controles, incentivos y liderazgos adecuados es posible.
El mejor ejemplo de lo anterior es la autoridad electoral. México hoy cuenta con una Instituto Nacional Electoral que, en la ejecución de su tarea sustantiva, es un ejemplo a nivel mundial. Esa autoridad no nació de la nada, sino que fue el resultado de reformas que fueron modelando su estructura y orientando en clave democrática su desempeño. Desde la última década del siglo pasado, los funcionarios del INE —integrantes de su rama ejecutiva— fueron aprendiendo a operar con reglas y dinámicas distintas a las que tenían vigor en los tiempos del partido hegemónico y hoy son profesionales de la democracia electoral.
Algo similar está sucediendo en la implementación del Sistema Nacional Anticorrupción. Han cambiado las reglas, se crearán algunas instituciones y se están realizando nuevos nombramientos, pero se aprovechará —con los ajustes necesarios— lo que ya existe en materia de auditoría, de gestión y de administración de justicia especializada.
No ignoro que el reto en el ámbito de la procuración de justicia es inmenso, tampoco minimizo los rezagos y defectos de la PGR actual; simplemente pienso que un cambio institucional debe ser deferente con lo logrado, correctivo con lo equivocado y ambicioso en lo deseado. Ello supone reformar, a fondo y sin titubeos, pero no refundar. Roma no se hizo en un día, dicen.
Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM