El tema es relevante, urgente y, aunque parezca paradójico, muchas veces invisible. Día tras día, en los diversos ámbitos de nuestra convivencia, muchas personas —en su mayoría mujeres— padecen violencia de género. Las formas en las que esta calamidad se manifiesta son múltiples y casi siempre quedan impunes. Insultos, hostigamientos, tocamientos, exclusiones, discriminaciones, abusos, violaciones, golpes, asesinatos que son motivados por el sexo o la orientación sexual de quien los padece.

En México los números son alarmantes y la indolencia social ante los mismos lo es todavía más. Nuestro machismo endémico es el caldo de cultivo cultural de este mal que brota en las familias, las iglesias, las escuelas, las oficinas, los medios de transporte, los hospitales, las oficinas de los Ministerios Públicos, etcétera. Cuando pienso en esto me viene a la mente la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “González y otras (“Campo Algodonero”) Vs México”, en el que se relata —entre otras barbaridades— que los agentes del Ministerio Público de Ciudad Juárez, Chihuahua, cuando esa ciudad ya era mundialmente famosa por ser el macabro cementerio de miles de mujeres ultrajadas, al recibir el reporte de una adolescente desaparecida, respondían con desdén que tenían que esperar para iniciar las investigaciones porque la muchacha “seguramente andaba de volada”. A los pocos días aparecían los cuerpos violados, mutilados, salvajemente asesinados.

La cultura no tiene la culpa porque la cultura no puede ser culpable. Pero los actores sociales que construyen y fomentan los patrones culturales que reproducen al machismo sí son responsables de ello. En este conjunto caben desde la Iglesia católica (con la misoginia histórica que la distingue) hasta los medios masivos de comunicación (con las estrategias publicitarias basadas en la mercantilización del cuerpo femenino). En medio —hoy— están los actores y voceros de grupos de la sociedad civil que denuncian una supuesta “ideología de género” como pretexto para reproducir e imponer estereotipos discriminatorios y potencialmente violentos.

El movimiento que se opone al matrimonio entre personas del mismo sexo es una muestra ominosamente ejemplar de este fenómeno. Siempre me he preguntado —desde mi ateísmo— cómo es posible ostentar una presunta superioridad moral, basada en “valores religiosos” (sean éstos los que sean), y al mismo tiempo, discriminar, minusvaluar, señalar a una persona por reivindicar su derecho a ser lo que quiere ser y a vivir con quién quiera vivir. El rechazo al otro por ser distinto siempre ha sido un rasgo distintivo del pensamiento fascista. Me hago cargo de la severidad del dicho, pero me atengo a la literatura dedicada a desentrañar la génesis del monstruo.

Por todo lo anterior me parece tan relevante y digno de reconocimiento lo que está sucediendo en la Universidad Nacional Autónoma de México en estos días. En el lapso de una semana, la UNAM se adhirió a la iniciativa HeForShe para promover la igualdad de género de la ONU; publicó un acuerdo de su Rectoría por el que se establecen “políticas institucionales para la prevención, atención, sanción y erradicación de casos de violencia de género” e hizo público un sólido protocolo en la materia. Además, diversas dependencias, facultades, centros, programas e institutos organizaron actividades sobre el tema y se desplegó una campaña de concientización en el Campus y campi universitarios.

El mensaje es uno y es claro: esa Universidad está decidida a combatir en sus entrañas a ese fenómeno del que no es ajena y que “atenta contra la dignidad de las personas”. Con ello toma postura ante un mal endémico de nuestra sociedad y lanza un mensaje a la país en su conjunto: la violencia de género debe ser afrontada “de manera efectiva en sus diversas manifestaciones”. Y como el buen juez por su casa empieza, toca a los universitarios poner el ejemplo. Bravo por ello.

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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