En 2018 las cosas pueden ponerse feas. El Presidente del INE, Lorenzo Córdova, lo ha advertido con tino e insistencia: ese año tendrán lugar las elecciones más complicadas de la historia. Serán comicios nacionales —ya no federales y locales— en los que estarán en vilo cargos en todos los órdenes de gobierno. La joya de la corona —todos lo sabemos— será la Presidencia de la República. Y, si las tendencias no cambian, los resultados serán cerrados, muy cerrados. El fantasma de 2006 campea amenazante.

Pero, para superar la crisis política de aquél año nefando para la democracia mexicana, las instituciones electorales fueron asideros fundamentales. En realidad los que provocamos los temblores fuimos los electores al votar como votamos. El IFE organizó los comicios con capacidad y precisión técnica y, al final, la Sala Superior del Tribunal Electoral —en un contexto de tensión e impugnación extremas— invirtió la legitimidad acumulada durante una década para zanjar jurídicamente la disputa. Más allá del descontento de los derrotados, la sentencia de los jueces cambió la página. Y respiramos.

La remembranza viene a cuento porque dentro de dos años las cosas podrían ser distintas. El INE organizará una elección técnicamente impecable —de hecho, es un ejemplo mundial en la materia— pero llegará con una credibilidad mermada por el golpeteo incesante que en los años recientes le han propinado propios y extraños. Desde 2007, “pegarle al árbitro” se ha vuelto un deporte de partidos, candidatos, medios y, para colmo, del propio Tribunal Electoral. Esto último (más otros excesos), paradójicamente, también ha erosionado la legitimidad de ese órgano jurisdiccional. Muchas de las sentencias en casos emblemáticos, dictadas por la actual integración del máximo juez en materia electoral —Sala Superior—, han dañado la institucionalidad democrática de México.

La buena noticia es que los actuales magistrados no calificarán la elección de 2018; la mala es que nadie nos garantiza que la nueva integración de ese órgano judicial será la que el país necesita. En estos días, la Suprema Corte analiza una lista de 130 nombres, de los que saldrán 21 personas, de entre las cuales el Senado elegirá 7 magistrados que calificarán esos comicios de pronóstico tan reservado. Del resultado de ese proceso de designación puede depender la estabilidad del país. No exagero.

En la lista de aspirantes —que se inscribieron de manera voluntaria— hay un poco de todo: académicos, jueces ordinarios, consejeros de la Judicatura, magistrados y ex magistrados electorales, litigantes independientes, personeros del gobierno y las televisoras y funcionarios públicos. Hasta tres consejeros del INE —a los que, supongo, quedó chica la responsabilidad asumida— se inscribieron. ¿Por qué no? Lo mismo vale para el titular de la Fepade. Y, por desgracia, aunque hay nombres prometedores, se inscribieron pocas mujeres. Así que tenemos baraja amplia, tristes sorpresas y poco género.

Con esa fórmula pueden obtenerse diversos resultados. Delineo solamente el escenario idóneo. Si se descartan perfiles sin experiencia en la materia o con vínculos partidistas y/o gubernamentales o que representan intereses mediáticos —o sea, si se exorcizan los demonios—, de la lista es posible confeccionar una integración equilibrada y a la altura de las circunstancias. Pienso en una Sala Superior compuesta por dos magistradas electorales; un par de magistrados especializados en la materia; algún secretario de estudio y cuenta o magistrado de tribunal estatal; un académico y un litigante independiente. Aclaro —para no parecer incongruente— que en el Tribunal Electoral hay funcionarios ejemplares que no se contagiaron de los males que aquejaron a los magistrados que se van. Y, en estas lides, la experiencia es muy importante.

Así que es mucho lo que está en juego y en la opinión pública hay poca conciencia de ello. Por eso tiro mi grano de arroz (para mover la arena).

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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