El debate sobre los límites a la libertad de expresión es complejo pero muy relevante. Algunos sostienen —desde una perspectiva muy libertaria— que, por tratarse de un derecho esencial para la dinámica democrática, no existen límites para lo que podemos expresar. Esa postura es común en los circuitos académicos y jurisdiccionales de Estados Unidos y no carece de sentido: la libertad de expresión es el fundamento de una sociedad en la que la opinión pública sostiene a las instituciones y éstas se deben a los rigores de aquella. Desde esta perspectiva, no tienen justificación las normas que imponen límites a los discursos de odio, a la apología de la violencia o a la promoción de la discriminación.

Pero existe otra postura más moderada. Desde su visión, aunque la libertad de expresión es un derecho primordial para la democracia, en ciertos contextos, puede y debe limitarse. La tesis de fondo es ampliamente conocida: no existen derechos ilimitados. Dado que, en circunstancias concretas, los derechos fundamentales suelen entrar en tensión, es necesario imponer restricciones y ponderar las interacciones entre los mismos. Desde esta óptica, existen casos en los que es lícito sancionar de diferentes maneras la expresión de determinadas ideas. Para ello el contexto suele ser un factor muy relevante. Es clásico el ejemplo de aquel que —de manera irresponsable— grita ¡fuego! en un recinto atiborrado de personas. Para esta concepción es atinado que existan normas que condenen y sancionen ciertas expresiones —por ejemplo— violentas o excluyentes.

El debate cobra fuerza ante casos y situaciones concretas. De hecho, es difícil construirlo en abstracto. Hoy existen dos casos en el debate público nacional e internacional que vale la pena traer a colación. No son idénticos pero tienen un sustrato común: la libertad de expresión y los actos de violencia (ya sea criminal o terrorista). En ambas situaciones están involucrados artistas de la música. Un gremio —el del arte en general— que suele gozar de una protección especial porque su profesión consiste, precisamente, en expresar ideas (que suelen ser disruptivas, provocadoras, irreverentes).

El caso nacional es el de Gerardo Ortiz y el video de la canción Fue mía que, para el fiscal general de Jalisco, contiene elementos que constituyen una apología del delito. El caso es interesante porque se vincula con uno de los males que azotan de manera implacable a la sociedad mexicana: la violencia de género. De lo que se acusa al señor Ortiz es de normalizar —en la narrativa de su video— el terrible acto del feminicidio que lastima galopante a nuestra comunidad. La pregunta es si la sanción penal es la manera idónea de combatir este fenómeno ominoso.

Un caso similar sucede con el líder de la banda Def con Dos, César Strawberry, en España. En su caso, la Fiscalía pide 20 meses de cárcel por el envío de seis tuits y el reenvío de un retuit que, a su juicio, enaltecen al terrorismo y humillan a las víctimas de esa calamidad inadmisible. El asunto es particularmente polémico porque, a diferencia de lo que sucede con Ortiz —cuyo video parece ser el resultado de una ocurrencia imprudente que refleja la cultura que, a su vez, reproduce—, existe una finalidad política detrás del discurso. El señor Strawberry reconoce que ha dicho lo que dijo —algunas provocaciones haciendo referencia a casos de terrorismo muy sentidos en la historia de la España contemporánea— con la finalidad concreta de provocar a la derecha en el gobierno y de sacudir la conciencia de sus seguidores. Así que la eventual sanción penal castigaría el sentido de las expresiones pero también censuraría un punto de vista sobre la política española.

En lo personal, creo que la libertad de expresión no puede ser ilimitada. Pero los límites deben ser excepcionales, estar plenamente justificados y, sobre todo, no pueden conllevar sanciones penales. Ni modo, soy un garantista.

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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