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El mismo día en que se pronunció a favor del matrimonio igualitario, el presidente Peña Nieto “dio indicaciones al consejero Jurídico del Ejecutivo federal para que, en conjunto con las instituciones que participaron en los Diálogos por la Justicia Cotidiana, identifiquen cualquier otra norma federal, estatal o municipal que pudiera implicar alguna forma de discriminación, de conformidad con los criterios de la SCJN, ‘y se eviten, se deroguen o se modifiquen, y sean acordes a este reconocimiento a la diversidad’”. (Tomo la cita de la página electrónica del gobierno de la República).
El Instituto de Investigaciones Jurídicas, junto con el CIDE, apoyamos esta iniciativa —México sin discriminación— que me parece loable y prometedora. De hecho, sumando los esfuerzos del Conapred —quizá la única institución del Estado mexicano que ha encarado con firmeza los embates reaccionarios contra el matrimonio igualitario— contemplamos emprender otras iniciativas para desterrar la discriminación de nuestro ordenamiento jurídico. Este es uno de esos temas en los que sociedad, academia y gobierno pueden y deben caminar juntos.
Ayer se perdió una oportunidad para que la Suprema Corte de Justicia de la Nación pusiera un tabique en el edificio de la igualdad. La mayoría de los ministros de la Primera Sala —con argumentos formales atendibles (hay que reconocerlo)— dejaron a salvo una disposición del Código Penal federal que es una perla de la discriminación. Vale la pena leerla:
“Artículo 332. Se impondrán de seis meses a un año de prisión, a la madre que voluntariamente procure su aborto o consienta en que otro la haga abortar, si concurren estas tres circunstancias: I. Que no tenga mala fama; II. Que haya logrado ocultar su embarazo, y III. Que éste sea fruto de una unión ilegítima. Faltando alguna de las circunstancias mencionadas, se le aplicarán de uno a cinco años de prisión”.
El ministro ponente, Zaldívar, sostenía que esta clase de disposiciones reducen la feminidad a la maternidad y, con ello, “se imponen barreras o límites para que las mujeres ejerzan su sexualidad”. Lo cual no se impone a los hombres (agrego yo). Por eso —dice el ministro— “las barreras que enfrentan las mujeres para abortar (...) generan que (...) ejerzan sus derechos dependiendo de concepciones sociales, con base en las cuáles deben satisfacer un rol de género y cumplir con el destino de ser madres”. Eso —coincido con él— las discrimina y las estigmatiza.
Pero, además, la lógica profunda del artículo es discriminatoria. Según su texto, una mujer que no tenga buena fama —¿qué significa eso? y ¿quién lo determina?— o; que no haya logrado ocultar su embarazo —resulta que el engaño es virtuoso— o; que aborte el fruto de una relación legítima —¡eso se merecen por casarse!— recibirá una pena mayor que una mujer que reúna, juntas, tres circunstancias: buena fama, ocultamiento de vientre y una canita al aire. No sé a usted pero a mí algo no me cuadra. El cúmulo de prejuicios, estigmas y moralinas contradictorias que encierra esta disposición es incompatible con el paradigma igualitario, incluyente, liberal y laico sobre el que se edifica el constitucionalismo moderno.
Lamento —pero entiendo— las razones por las que los ministros no entraron al fondo del asunto y, por lo mismo, no sometieron a un examen de constitucionalidad a esta norma ultramontana. El Derecho y sus rigores suele ser un fuerte aliado del status quo y los abogados y los jueces están formados para ser sus guardianes. Así que —al menos por ahora— tendremos que apostar —sin muchas esperanzas— a las fuerzas de la política. Si el Presidente es congruente y sostiene su palabra, pronto, deberá presentar iniciativas para derogar disposiciones como el artículo 332 del Código Penal federal. Esa norma es de su ámbito competencial e implica muchas formas de discriminación atendiendo a los criterios —de fondo en materia de igualdad— de la SCJN. O sea que el balón está en su cancha.
Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM