El Presidente de la República, en un acto sorprendente y digno de reconocimiento, presentó una iniciativa para llevar a la Constitución lo que la Suprema Corte de Justicia ya había decidido. En México, todas las personas, sin discriminaciones, podemos contraer matrimonio con quien queramos hacerlo. Esa es una realidad legal y válida en todo el territorio nacional que se vería simbólicamente fortalecida en caso de aprobarse la iniciativa presidencial, pero que no dejará de ser vigente si fuera rechazada. Desde esa perspectiva, el debate que desató la propuesta de Peña Nieto es —y está destinado a ser— jurídicamente irrelevante.

Es cierto que, en la práctica, con el agregado constitucional, en algunas entidades federativas resultaría más fácil para las personas del mismo sexo contraer matrimonio. Esto es así porque, como lo explicó el ministro José Ramón Cossío, en estas mismas páginas, dadas las resistencias culturales, probablemente hoy tendrán que tramitar un amparo para ejercer ese derecho; pero lo que importa es que ya pueden ejercerlo. Y para ello no es necesaria ninguna reforma constitucional. Lo único que cambiaría con esta última es que no sería necesario dar la vuelta por un juzgado.

Así las cosas, la relevancia jurídica de la polémica se encuentra en otro lado. La ofensiva del Consejo Ecuménico de México y, en particular, de la Iglesia católica en contra del anuncio del Presidente es una afrenta a la Constitución. Lo es por partida doble: porque se han expresado posturas discriminatorias y porque se ha atentado contra el principio de laicidad estatal.

El artículo 1º de la Constitución es claro: “Queda prohibida toda discriminación motivada por (…) las preferencias sexuales, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”. Si bien es difícil determinar cuándo un dicho —no un acto o una acción— violenta esta prohibición, lo cierto es que ningún derecho, ni siquiera la libertad de expresión, es ilimitado. Cuando se estigmatiza —como han hecho diversos voceros de las religiones— a las personas por su preferencia sexual, se refuerzan prejuicios que cultivan odio y violencia. Y esas expresiones son incompatibles con los principios que sustentan a un Estado democrático y constitucional.

Pero, además, nuestra República es laica. Ese principio está expresamente contenido en el artículo 40 constitucional y se traduce en mandatos y restricciones expresas establecidas, sobre todo, en el artículo 130. Vale la pena recordar algunas de ellas: “Los ministros no podrán asociarse con fines políticos ni realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna. Tampoco podrán en reunión pública, en actos del culto o de propaganda religiosa, ni en publicaciones de carácter religioso, oponerse a las leyes del país o a sus instituciones, ni agraviar, de cualquier forma, los símbolos patrios”. En la elección pasada, de manera pública, ministros del culto religioso reivindicaron una estrategia política y electorera que violó de manera flagrante esta disposición. Esto es inaceptable, más allá de sus efectos reales o retóricos.

El problema es que todo esto sucede en total impunidad. Los ministros de culto se arropan en una concepción tergiversada de la libertad y de la democracia para estigmatizar la diversidad sexual y hacer proselitismo político y las autoridades —a pesar de ser el actor interpelado— hacen oídos sordos y miran para otro lado. Lo delicado es que, con ello, unos y otros socavan la institucionalidad de nuestra —bien venga el lugar común— frágil democracia. Y temo que debemos considerar la posibilidad de que algunos actores poderosos de ambos bandos —iglesias y gobierno— lo sepan y, por alguna razón inconfesable, piensen que les conviene. Por si algo nos faltaba: soplan vientos reaccionarios.

Director del IIJ de la UNAM

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