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He seguido con atención los fallos judiciales relacionados con los terribles hechos acaecidos en Tlatlaya. Se me ocurren muchas cosas al respecto, pero creo que, en este caso y en este contexto, mis opiniones poco aportan a la reflexión pública. Así que, para pensar el ominoso asunto y sus implicaciones, me pareció oportuno recuperar y reproducir algunas decisiones y normas vigentes en el Sistema Internacional de los Derechos Humanos que tienen validez y vigencia en México. Las comparto con los lectores:
La Corte Interamericana de los Derechos Humanos ha sentenciado que: “los agentes del Estado deben distinguir entre las personas que, por sus acciones, constituyen una amenaza inminente de muerte o lesión grave y aquellas personas que no presentan esa amenaza, y usar la fuerza sólo contra las primeras”. Asimismo, ha decretado que “el uso de la fuerza letal y las armas de fuego contra las personas debe estar prohibido como regla general, y su uso excepcional deberá estar formulado por ley y ser interpretado restrictivamente, no siendo más que el ‘absolutamente necesario’ en relación con la fuerza o amenaza que se pretende repeler”.
Por lo mismo, para esa Corte: “los Estados deben limitar al máximo el uso de las Fuerzas Armadas para el control de la criminalidad común o violencia interna, puesto que el entrenamiento que reciben está dirigido a derrotar un objetivo legítimo, y no a la protección y control de civiles, entrenamiento que es propio de los entes policiales. El deslinde de las funciones militares y de policía debe guiar el estricto cumplimiento del deber de prevención y protección de los derechos en riesgo a cargo de las autoridades internas”.
En esas decisiones se vislumbra que, en situaciones excepcionales, las fuerzas del Estado pueden privar de la vida a una persona pero nunca pueden torturarla: “Este Tribunal ha establecido que la tortura y las penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes están estrictamente prohibidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. La prohibición de la tortura y las penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes es absoluta e inderogable, aún en las circunstancias más difíciles, tales como guerra, amenaza de guerra, lucha contra el terrorismo y cualesquiera otros delitos, estado de sitio o de emergencia, conmoción o conflicto interior, suspensión de garantías constitucionales, inestabilidad política interna u otras emergencias o calamidades públicas”. Más claro, difícil.
Y, por lo que hace a las responsabilidades, la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura es nítida: “Serán responsables del delito de tortura los empleados o funcionarios públicos que actuando en ese carácter ordenen, instiguen, induzcan a su comisión, lo cometan directamente o que, pudiendo impedirlo, no lo hagan”.
En esa dirección, para los delitos —especialmente graves— en que se aplica, el Estatuto de Roma señala que: “El jefe militar o el que actúe efectivamente como jefe militar será penalmente responsable por los crímenes de la competencia de la Corte que hubieren sido cometidos por fuerzas bajo su mando y control efectivo, o su autoridad y control efectivo, según sea el caso, en razón de no haber ejercido un control apropiado sobre esas fuerzas” cuando sabiendo o debiendo saber de dichos actos, no hubiere adoptado las medidas necesarias y razonables para prevenir o reprimir su comisión.
Para cerrar el círculo, el mismo Estatuto contempla el principio general de la irrelevancia de las órdenes superiores como eximente de responsabilidad penal. “Un subordinado que cometa un crimen competencia de la Corte sólo podrá alegar como defensa las órdenes superiores cuando se cumplan acumulativamente los tres requisitos establecidos por dicho artículo: a) Estuviere obligado por la ley a obedecer órdenes emitidas por el gobierno o el superior de que se trate; b) No supiera que la orden era ilícita, y c) La orden no fuera manifiestamente ilícita”. Uf...
Director del IIJ, UNAM