Para Arturo Mier y Terán Ordiales, con un girasol en la mano.

Este ha sido un año interesante desde la perspectiva electoral. No sólo por nuestro intenso y complejo proceso intermedio, sino por las elecciones en otros países democráticos (y no tan democráticos). Pienso en España, en Argentina y en Venezuela. En la primera y en la tercera de esas naciones siguen las disputas abiertas y los arreglos indefinidos después de los comicios. No sabemos quién será el gobernante español y el presidente venezolano ha impugnado algunas secciones electorales en su país. Las instituciones democráticas no han resuelto las incertidumbres políticas. Y lo que sucede es que, en ambas naciones, el encono es grande y la división profunda. Pero España tiene décadas de tradición democrática que prometen civilidad en el proceso, mientras que Venezuela ha sufrido un deterioro institucional en los años recientes que no anuncian nada bueno. Veremos.

Pero el sur también existe, diría el poeta. Y Argentina acaba de vivir un proceso interesante e intenso. Hace algunos días asumió el poder un presidente de derecha, Maurico Macri, que, a decir verdad, había sido un mediocre gobernante de la capital de su país. Llegó a la presidencia de la República Argentina después de doce años de gobiernos de izquierda (Néstor y Cristina Kirchner) que dejaron cosas interesantes en materia de política social pero también polarizaron mucho su país. Conmigo o contra mí, fue su consigna.

Ese es el rasgo que más impresiona de la política argentina: su polarización. En estos días que visito Buenos Aires constato que el cambio político se vive como un evento fundacional. La izquierda derrotada cuestiona la legitimidad del gobierno —la segunda vuelta es un pretexto para hacerlo— y, en muchas de sus franjas, desde ahora, busca erosionarlo y, de ser posible, derrocarlo. Se habla de resistencia y de aguante. Algunos evocan el pasado dictatorial y otros acusan abiertamente el regreso de la “derecha fascista”.

Del otro lado, el nuevo gobierno lanza discursos conciliadores: habla de amor, de felicidad, de una Argentina para todos. Pero, en los hechos, toma decisiones inadmisibles. Una de ellas, quizá la más preocupante —ideologías aparte— ha sido el nombramiento de dos jueces constitucionales por decreto presidencial. Es verdad que la Constitución —en una interpretación formalista y letrista— lo permite pero también lo es que la decisión altera toda lógica de un Estado constitucional. Esa decisión que amenaza al principio de la separación de poderes —para algunos— adelanta lo que sigue: un gobierno que evadirá al legislador e impondrá sus decisiones por decreto. Nada que no haya sucedido en el pasado y nada que abone en los senderos democráticos.

El gobierno de Cristina Kirchner fue un interesante experimento de movilización popular, clientelismo y, como ya dije, polarización. Siempre me pareció que su estrategia empataba con la retórica de Andrés Manuel López Obrador. Un populismo progre, escribí hace algunos años. Lo que ahora se vislumbra en el horizonte es muy distinto y no necesariamente mejor. Un gobierno de derecha elitista, pusilánime y, lo peor, muy cercano al dinero y a los grandes grupos económicos. Elitismo puro y duro. Una estampa muy afín al peor rostro de nuestro gobierno en turno.

Pero la principal diferencia entre nuestro país y Argentina es el grado de institucionalización. Allá la disputa por el poder es permanente, campal, sin plazos. Una “política del rugby” pensé hace algunos años; en la que el que tiene el poder corre sin detenerse hasta que no es bloqueado y desposeído del balón por otro sujeto —de ideología opuesta— que, una vez que se apodera del poder, corre en la dirección contraria. Acá, en México, hay que reconocerlo, somos más ordenados. Desde ya hace algunos años celebramos elecciones, votamos, nos resignamos y sabemos que el próximo reemplazo en el poder dependerá del voto, dentro de seis años. The Only Game in Town, diría el clásico.

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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