La decisión de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, de anular la elección de Colima, ha generado mucha polémica y muchas especulaciones. Dentro de estas últimas ha circulado en medios, sobremesas y columnas la tesis de que algunos magistrados electorales orientaron su voluntad encandilados por el canto de las sirenas. Supuestamente sus votos habrían estado orientados por un cálculo político: evitar vetos en caso de ser considerados en las ternas para ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

El cascabel al gato se lo había puesto el senador panista Jorge Luis Preciado con una declaración amenazante: “Si una decisión de un magistrado del TEPJF daña a la democracia y daña al PAN en una de las elecciones que ganó, los 38 senadores jamás darán un voto (para ser ministro de la SCJN) a un magistrado que perjudique una elección que legítimamente ganamos”. El efecto tóxico en la opinión pública se expandió de inmediato. Decidieran lo que decidieran, los magistrados, serían —y fueron— medidos con esa vara. Injusto pero inevitable.

No me interesa indagar el efecto que pudo tener en el ánimo de los jueces esa amenaza irresponsable; tampoco pretendo abundar en las especulaciones sobre sus cálculos políticos y el sentido de sus votos. Simplemente no cuento con información que me permita caminar en esos territorios. Lo que me propongo es advertir un defecto en nuestro diseño institucional que posibilita que amagues como los del senador Preciado enrarezcan el ambiente y lesionen a las instituciones. Porque es indudable que, gracias a esos dichos, la sentencia en el caso Colima nació cuestionada. A la discusión y al voto les antecedió la interpretación política de las intenciones. Así, una decisión jurídica de la máxima relevancia, fue carcomida por la especulación política. Y esa es una mala noticia para la democracia.

El despropósito fue posible —irresponsabilidades aparte— porque la legislación vigente permite que los magistrados electorales aspiren a convertirse en ministros de la SCJN en cualquier momento. Ese diseño —a mi juicio— es equivocado. No tanto porque provoque incentivos perversos que podrían nublar el juicio de algún juez electoral sino porque, aunque ello no suceda, genera las condiciones que permiten poner en tela de juicio el rigor de sus decisiones. El arrebato de Preciado es la mejor prueba de ello.

Ya desde hace algunos años se detectó la necesidad de blindar a la función electoral de las tentaciones políticas. El nombramiento de un ex consejero electoral del —entonces— IFE como subsecretario de Gobernación activó las alarmas. Como consecuencia, en 2001, se reformó la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos y se agregó en su artículo 9 lo siguiente: “Los servidores públicos que se hayan desempeñado en cargos de Dirección en el Instituto Federal Electoral, sus Consejeros, y los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, se abstendrán de participar en cualquier encargo público de la administración encabezada por quien haya ganado la elección que ellos organizaron o calificaron”.

El sentido de esa reforma es claro. Probablemente la norma no garantice la imparcialidad de los funcionarios electorales —ello dependerá de su ética y de su conciencia— pero sí inhibe la descalificación de sus decisiones. Y esto es muy importante cuando se trata de autoridades que adoptan decisiones con enormes consecuencias políticas. Por ello, hacia adelante, necesitamos una norma que prescriba que los magistrados electorales en funciones no pueden aspirar a ser designados ministros de la SCJN. Si esa norma existiera la amenaza del senador Preciado habría quedado sin sustento y los especuladores sin argumentos. Con ello la decisión judicial en el caso Colima no dejaría de ser polémica pero estaría menos politizada. Y la credibilidad del TEPJF sería menos cuestionada.

Director del IIJ de la UNAM

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