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En 1917 el artículo 41 de la Constitución tenía 63 palabras; hoy tiene más de cuatro mil. Esa tendencia al gigantismo aqueja a muchas otras disposiciones y ha provocado que la Constitución mexicana sea la segunda con más palabras a nivel mundial (sólo nos gana la de la India). Este dato nos habla de una tendencia que se ha salido de control y que ha convertido a la reforma constitucional en una suerte de deporte nacional. Una práctica que ha permitido modernizar las normas y las instituciones, pero que ha salido muy cara en términos de técnica y estabilidad normativas.
En la Constitución mexicana, de hecho, hoy existen disposiciones duplicadas, inconsistencias terminológicas, desequilibrios regulatorios, desorden y artículos que son prácticamente reglamentarios. Ese caos la ha convertido en un instrumental normativo inaccesible y confuso. De hecho, me atrevo a aventurar que son pocos los mexicanos que la han leído y todavía menos los que la entienden. Esto obstruye la edificación de un Estado de derecho porque inhibe la germinación de una cultura constitucional en el país.
Teniendo estas premisas como punto de partida, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas nos dimos a la tarea de realizar una revisión técnica del texto constitucional. Mediante un estudio académico realizado para la Cámara de Diputados reordenamos y consolidamos a la Constitución mexicana. Lo hicimos teniendo cuidado de no suprimir normas ni alterar los acuerdos políticos que dan sustento a la Constitución vigente. En este sentido no nos propusimos redactar la constitución ideal para México ni nos permitimos suprimir o adicionar disposiciones que atendieran a nuestras convicciones ideológicas. Nada de eso. Simplemente optimizamos la Constitución de 1917, vigente en 2015, para hacerla más clara, ordenada y, por lo mismo, accesible a la lectura.
Para lograrlo, además de realizar una revisión técnica del texto actual, elaboramos una “Ley de Desarrollo Constitucional” que, en nuestro ejercicio, constituye una suerte de complemento a la Constitución. En esta ley —que ya ha sido propuesta en otros momentos de nuestra historia y que existe en otros países— se ubicarían aquellas disposiciones que, sin dejar de ser importantes, engrosan en exceso a la Constitución. Ésto nos permitió restarle más de catorce mil palabras al texto constitucional, lo que representa una reducción del 22.6 por ciento de su contenido. De esta manera, además de reordenado y consolidado, quedó un texto más breve pero no empobrecido. Esto es posible porque, en nuestro proyecto, esa Ley de Desarrollo sería una especie de extensión de la Constitución.
Quienes elaboramos el estudio —coordinado por Héctor Fix Fierro y Diego Valadés— estamos conscientes de que las constituciones, además de instrumentos jurídicos, son documentos políticos. También sabemos que algunas voces, incluso dentro de nuestro Instituto, han estado promoviendo —no sin argumentos— la convocatoria para una asamblea constituyente que apruebe una nueva constitución. Ambas cuestiones son relevantes y merecen atención y debate.
Nuestro estudio no ignora lo primero ni está necesariamente peleado con la agenda reconstitucionalizadora. Simplemente se hace cargo de otra dimensión de nuestros entuertos constitucionales. Pensamos que un texto reordenado y consolidado de la Constitución, acompañado de una Ley de Desarrollo, sería mucho mejor —para la vida política, jurídica y social— que lo que tenemos actualmente. Al mejorar la técnica de nuestro texto constitucional la haríamos accesible para todos y, de paso, potenciaríamos su estabilidad y eficacia. Con ello ganaríamos certeza y seguridad jurídicas.
Sobre esa base podríamos seguir discutiendo si esa es la constitución que queremos para México. Pero esa discusión legítima —y quizá necesaria— tendría como punto de partida un texto ordenado. Nada mal.
P. D. El estudio se publicará en versión impresa y electrónica.
Director del IIJ de la UNAM