Cuando se trata de proteger derechos, al Estado, se le exigen acciones contradictorias. Por un lado, se le demanda respetarlos y, por el otro, protegerlos. La primera exigencia supone abstenciones, límites y vínculos a su actuación. La segunda, en cambio, demanda acciones, controles y sanciones a su cargo.

Algunos dilemas relacionados con la pornografía, la prostitución y la trata de personas —sobre todo, pero no solo, de mujeres— pueden ser útiles para ilustrar el tema. Se trata de cuestiones prácticas, con enorme presencia social, que algunos confunden y otros insisten en distinguir pero que siempre son polémicas.

La prostitución es un trabajo protegido por la Constitución, dicen los defensores de las libertades. Lo mismo vale para la producción, distribución y venta de material pornográfico. Ello, por supuesto, si se respeta una premisa basilar: que dichas actividades sean realizadas por personas adultas, de manera libre y voluntaria. Bajo esas condiciones, el ofertante y el cliente pueden negociar lo que les plazca.

La trata de personas, por el contrario, es una acción infame que debe ser perseguida y castigada. Se trata de una máxima ampliamente compartida en una sociedad decente (no sólo por los liberales). Secuestrar y/o violar y/o explotar sexualmente, etcétera, a una persona es un crimen vil y despreciable. Cada acción es absolutamente reprobable y todas en su conjunto son abominables. Todavía recuerdo la sensación de desazón que me acompañó durante días después de asistir a la premier de la película sueca Lilja 4-ever hace años cuando vivía con mi esposa en Oxford. Existen muchas más, algunas buenas y cercanas a nuestra realidad mexicana, pero aquella película apelaba a la razón y, al mismo tiempo, recreaba la dimensión emocional de ese horrible fenómeno. Tal vez por ello me conmovió sentidamente.

Pero regresemos al argumento. Esperamos que el Estado liberal permita el libre ejercicio de la prostitución y, en todo caso, la regule. Lo mismo vale para la pornografía. Frente a ambos fenómenos se pretende un Estado limitado y restringido. Pero, en contrapartida, para combatir a la trata de personas, se busca un Estado poderoso e implacable. Ante esta calamidad se requiere un Estado respetuoso de la ley, pero que no titubee al investigar, perseguir y castigar.

El problema es que no es sencillo delimitar la frontera entre los fenómenos —¿cuándo la prostitución o la pornografía son libres y cuando no?— y, por lo mismo, no es fácil legislar en estos menesteres. Hace algunas semanas, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM organizamos un conversatorio para pensar el tema. Y, aunque los participantes coincidimos en que la legislación vigente es un desastre, poco atinamos a decir sobre cómo debería regularse. Algunos pensamos que la legislación debe ser mínima, puntual y precisa; otros que debe ser abierta y ejemplar.

La paradoja es que, si miramos con atención, en ambos supuestos se busca proteger el mismo bien valioso: la autonomía de las personas. En el primer supuesto, autonomía para intercambiar sexo por dinero o dinero por espectáculo sin que las morales o las iglesias dominantes lo impidan. En el segundo, autonomía para que nadie te imponga tener sexo o vender tu cuerpo sin quererlo.

El dilema es ejemplar en este caso pero vale para muchas más situaciones en las que están involucrados derechos humanos. La encrucijada para las autoridades estatales no es simple: deben contener sus poderes para no cometer violaciones y, al mismo tiempo, deben ejercerlos para impedirlas. En el fondo del aprieto descansa una cuestión que demanda más atención de la que solemos dedicarle. A los derechos los vulneran los poderes, no importa si son públicos o privados; y al Estado, como entidad garante, le corresponde evitar que esto suceda. Por eso debe ser poderoso y limitado al mismo tiempo. Una fórmula difícil de lograr.

Director del IIJ de la UNAM

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