La foto fue tomada hace 30 años. Me topé con el fotógrafo Carlos Contreras en una reunión hace poco y anunció que tenía una foto de mí embarazada. Quise verla de inmediato. No son muchas las fotos que uno tomaba antes, demasiadas las que ahora documentan las vidas. Y sí, efectivamente es una foto donde aparezco embarazada, sentada en un sillón, pero no es cualquier foto. El sillón está en un garage al aire libre, entre cajas donde se ve el letrero de frágil, hay una cerveza en una mesa y yo estoy sonriendo. Bien mirado todo está fuera de lugar. El sillón es el de nuestra sala en el departamento de la calle de Versalles en la colonia Juárez, las cajas llevan ropa, enseres, vajillas, cobijas, la sonrisa es inexplicable, como pensó mi hija Emilia cuado la vio.

Puedo casi precisar la fecha. El terremoto que nos expulsó de casa ocurrió el 19 de septiembre, un día después se recuperó lo urgente por si nacía el bebé, ese día también fue la réplica y el edificio Toledo, a un costado del nuestro, acabó por caerse. Emilia nació nueve días después, el 28, aunque la fecha de gestación estaba prevista para ese 19 infausto. Vaciar el departamento debió ser el 23, cuando la zona se acordonó. Salir de casa había sido casi imposible, un meneo no experimentado antes, la llave que no podíamos insertar en la cerradura, el polvo rojo flotando en el aire, la torre de Chapultepec seguramente cayéndose por la ventana desde donde la veíamos. La muerte nos rondaba los talones, nos robaba el aire, nos esquilmaba la idea de famila, nos enturbiaba el entendimiento y nos secaba la boca terrosa. Salimos entre polvo rojo y un silencio acolchonado, entre una baraja de edificios desplomados que no podíamos nombrar porque no acertábamos a entender el paisaje. En Viaducto, el cielo se volvió azul como el sur de la ciudad, donde vivían mis padres que, cuando nos vieron, creyeron que veníamos de una guerra inventada. He contado ese día muchas veces. Lo he escrito. Pero la foto llegó para devolverme la ciudad devastada y la certeza de haber sobrevivido. Sobre todo la necesidad de contar esos nueve días en que muerte y vida estuvieron tan juntas, no sólo para mí que aún no era madre, sino para todos. Nacimos los que sobrevivimos porque tomamos las riendas del desastre.

Compartir la foto con Emilia, que había escuchado el recuento de las circunstancias de su nacimiento año con año, fue estar tan juntas como allí que la llevo en mi seno. Emilia tiene ahora la edad (o está a punto de tenerla) que yo tengo en la foto. Las dos tenemos 30 años y ella no entiende por qué sonrío. Tampoco sabe cómo hubiera reaccionado ella ante la adversidad, ¿acaso alguien lo sabe? Aún no me daba cuenta de la herida que dejaba ese exilio forzado, ese temor sordo, esa fragilidad tan acorde a la flecha de las cajas señalando en qué dirección deben colocarse. Después de ello, después de dar a luz a la mujer que ahora me pregunta por qué sonrío, amé a la ciudad de otra manera, me dolió su destino telúrico, su cotidianidad descobijada, nuestra vulnerabilidad, y me sobrecogió la voluntad de ayuda.

Las palabras dedicadas año con año a hablar del sismo, de la huida personal, del miedo, de las circunstancias en que nació Emilia no han sido suficientes. La imagen, que no pretendía documentar el temblor, ha sido el acicate para ver quién era la que estuvo allí, quién es la que lo puede contar ahora, y que fue lo que vi y lo que no vi. Si para mi hija Emilia las imágenes del polvo en el documental sobre Rockdrigo fueron la evidencia más elocuente de una ciudad estallando, para mi la foto de Contreras ha desatado el deseo de narrar el vuelo y el acomodo del polvo. Ha tomado 30 años; de eso escribo estos días.

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