Los Ángeles es una ciudad mucho más de cine y televisión que literaria. Hollywood le dio su vocación y un lugar en el imaginario. Por eso fue curioso que en aquella esquina del centro de LA, entre el Hotel Biltmore y la Biblioteca Central, la literatura y el cine se encontraran. Había señalamientos y cintas naranja, jóvenes con chalecos fosforescentes que nos pedían resguardarnos en un remetimiento mientras la escena se filmaba. Un choque y una patrulla protagonizaban el encontronazo de lo que parecía ser una película de acción. Lo curioso era que la esquina de la filmación llevaba nombre: John Fante. Todo me parecía una coincidencia afortunada, tal vez un episodio que el escritor hubiera aprovechado en su novela Pregúntale al polvo. Seguramente el protagonista, Arturo Bandini, hubiese advertido la riqueza del material para un cuento, y también despreciado la oportunidad, de la misma manera en que cuando le llegaba un cheque por el cuento que le publicarían, lo derrochaba en un día, incluso con las prostitutas a las que más que contratar, acababa ayudando económicamente. Que las autoridades hubieran bautizado la esquina con el nombre del escritor de origen italiano, que en los años 30 escribía y que después fui olvidado hasta que Bokowski, otro residente de LA, habló de Fante, no era casual. Estábamos al pie de Bunker Hill, muy cerca de una zona cultural con museos espectaculares, que en la novela es donde el aspirante a escritor renta un cuarto. También escapa por la ventana que por la pendiente está a ras de la calle, cuando no quiere toparse con la casera a la que debe el alquiler. Y allí, en contra esquina, en un señorial edificio Art Decó, la Biblioteca Pública donde Bandini y Fante leían, escribían. Era un Los Ángeles que aún no se desparramaba, multicultural pero contenido en ese cuadro central que la novela recoge. Allí donde el italiano desquita el ninguneo al que se ha visto sometido con la mesera mexicana que lo atiende en la cafetería. Le atrae y no sabe cómo tratarla, la denigra y la ayuda. Bandini es un personaje complejo y entrañable, con un lenguaje cercano al realismo sucio (yo lo llamaría crudo) que otros continuaron; hay una prosa desnuda y sincera desde la mirada del protagonista que es tan sensible como torpe emocionalmente. Tendrá que batirse en tres frentes: la escritura, el amor y la marginalidad.

Fue el escritor Italo canadiense Antonio D´Alfonso quien me descubrió a Fante cuando Baricco aún no lo traducía al italiano para que pudiera ser leído en la tierra del origen de los padres del autor. He usado el Bandini (que mucho tiene de alter ego del autor) como seudónimo donde el anonimato es obligado. Me parece un buen cómplice. Me gusta su batalla por la escritura, en medio del sueño americano que también compete a los escritores: publicar en revistas para ganarse la vida y poco a poco encontrar el espacio, el público, el agente, el editor y la fama. Así lo hicieron Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, McCullers, Welty. Todo empezaba en la publicación de un cuento en las revistas: Harper Bazaar, Esquire, New Yorker, entre las más prestigiosas. Era curioso toparme con un LA literario sin habérmelo siquiera propuesto. El cinematográfico me había salido sin esfuerzo alguno cuando en un curso de biología en UCLA me topé con Dustin Hoffman. El graduado salía a la calle y yo me quedé anonadada. Así como si nada, paseando en jeans. Pero el guiño literario es más esquivo, pocas ciudades lo ostentan como Dublín, en casi todas hay que husmearlo, con sed de solitarios, de cófrades de un culto pagano. Sin querer estaba en la esquina John Fante, como una transeúnte despistada, como una turista involuntaria. Me sentí arropada, como si fuera sólo mío el privilegio de esa satisfacción.

Si Bandini, que por fin logró escribir una novela, más allá del cuento que presumía “El perrito que ríe”, hubiese caminado algunas cuadras al oeste, hacia la estación de tren, hubiese visto una ciudad dentro de la ciudad, un coto impensable. Calles y calles tapizadas de tiendas de campaña donde los vagabundos han colonizado la intemperie, corros con fogatas en las esquinas que me hacían pensar en la novela apocalíptica de Cormac McCarthy: La carretera.

Fue una casualidad descubrirla (como la esquina John Fante), no está en las indicaciones peatonales ni en el ánimo luminoso que proyecta la ciudad, es un traspatio que la avergüenza. Un reto inquietante para otra esquina del cine y la literatura.

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