A las compañeras de viaje

Ahora entiendo por qué la arquitecta Tatiana Bilbao me dijo que el proyecto que más le entusiasmaba era el Jardín Botánico de Culiacán. Necesitaba yo verlo para entenderlo. Y seguramente ustedes, lectores, necesitarán constatarlo personalmente. Porque hay experiencias que no resultan transmisibles en palabras llanas, aunque lo intentaré. El jardín botánico de Culiacán no son sólo 10 hectáreas de colecciones de especies de muy diversa índole: palmas de todo tipo, plantas flotantes venidas de rincones del mundo (incluida la única victoria amazónica que se ha podido reproducir en un jardín botánico), orquídeas, cactáceas, árboles nativos como el huanacaxtle, sino que piezas de arte contemporáneo se mezclan, funden y dialogan con este catálogo vegetal. Curada por Patrick Charpenel, artistas de muchas partes del mundo nos convidan su mirada y su propuesta. Algunos estuvieron allí, como Gabriel Orozco, para idear el tablero de fichas de piedra en una hondonada; o el muro curvo y transparente de Dan Graham que repite, ensancha, hace sentir vastedad e intimidad y silencio según se ande por fuera o por dentro; o las tumbonas (tumbas) de Teresa Margoles que invitan a reflexionar entre el tranquilo verdor sobre la violencia; o ese vocho estampado contra un árbol reclinado que manejó Francis Alys desde el DF para dejarlo allí como símbolo que la voracidad vegetal ha ido ocupando. Esto sólo por mencionar algunas de las 37 piezas que salpican el espacio donde un auditorio, un salón de actividades y otras construcciones llevan el sello de Tatiana Bilbao, sencillez y amalgama con el espacio a través de formas basadas en el ramaje del huanacaxtle, de mucha luz y materiales simples, frescos, limpios.

La cereza del jardín sin duda es la pieza de James Turrell, ese domo sobre un promontorio verde que hay que vivir. Una manzana que hay que morder. Hay dos posibilidades, porque la luz cambiante del cielo es ingrediente esencial de la experiencia, el amanecer y el atardecer. Estuve por la tarde bajo aquel domo más construcción galáctica que escultura en la naturaleza. Con razón, porque se propone que nos entendamos con el cielo. Tirada sobre las bancas de piedra pulida observé ese ojo abierto al cielo en el centro del domo que se colorea de luces diversas a lo largo de una hora y pico. Una baja la guardia y se abandona al espectáculo. El cielo se mira según el color de la luz que lo rodea desde ese observatorio. Nubes, aire, firmamento, cenit, la escala celeste se vuelve banquete íntimo, pieza de recámara donde los pensamientos no existen, se diluyen en el tránsito de colores desde el rosa intenso, a un verde turquesa, amarillos, naranjas. El juego de colores nos posee, eso se propone el artista, que nuestra percepción sea la que pinte el cielo. A cada quien su cielo: el infinito y nuestra persona confabuladas. Al final nos parece que la noche ha caído cuando el domo se queda en blanco y un ojo oscuro nos despide. Pero la sorpresa se revira cuando al salir la última luz de la tarde nos recibe. Aún no ha oscurecido: el cielo es azul. Quiero regresar al amanecer, vivir lo que ocurre desde la noche a la luz. Sin duda tendrá que ser otra sensación. Si yo viviera en Culiacán, me daría un tiempo de cuando en cuando para hablar con el cielo, literalmente; aunque me aprendiera de memoria el video donde James Turrell explica la intención de su pieza que se llama Encuentro. El título abarca mucho, después de estar en el ojo de la tarde que cae, comprendo sus resonancias y quiero repetir el encuentro.

La experiencia es suficiente motivo para una visita exprés a Culiacán, a la que habría que sumarle su espectacular comida, esos callos de hacha mantequillosos, un espíritu alegre y hospitalario, los desayunos de machaca a la vera del canal del Chuparrosa, los raspachos de ciruela, los tamales de elote, un café en el Miró y el desayuno “Élmer”, cortesía de Élmer Mendoza (que me dejó claro por qué el Zurdo Mendieta es cliente del Vía verde). Se los dejo de sorpresa, para acompañar la conversación única entre el arte y la naturaleza a la que nos invita el Jardín Botánico de Culiacán.

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