Para que Los Mochis no se reduzca a la ciudad de Sinaloa donde atraparon a El Chapo, al intrincado drenaje por donde intentó escapar con su guardaespaldas, al hotel de paso donde se retratan los curiosos después de la captura del capo, comparto estos apuntes. Sobre todo porque Mochis es parte de mi historia de familia.

Como muchas de las ciudades del norte, su historia es más bien reciente. Allí se organiza una espléndida feria del libro, a la que acude un público nutrido, bajo la sombra de los árboles de la plaza principal. Frente a la fuente, un espectáculo musical acompaña las veladas de palabras. Un evento de lectura para jóvenes en la Biblioteca pública y luego la feria del libro son las razones por las que conocí a esta ciudad evocada desde la niñez de mi madre, desde los comentarios de mi abuelo. Cuando una ciudad está en el imaginario y un día se pone un pie en ella, la liga emocional ancla, como si el parque Sinaloa, antes el jardín de la residencia de los Johnston, dueños del ingenio azucarero que le dio traza a la población al comienzo del siglo XX con sus especies exóticas, fuera prolongación de la casa defeña.

A los pocos años de que la familia de mi madre llegó a México durante la guerra civil, mi abuelo fue contratado en el ingenio azucarero. Él había nacido también en zona cañera en la costa andaluza, en el pueblo de dulce nombre: Almuñecar. Por eso mi madre nos contaba a sus hijos, niños de ciudad, lo que había sido para su asombro y su vida madrileña, vivir una experiencia de campo y calor, contaba que se burlaban de sus ceceos y que a sus hermanos les lanzaban piedras por ir a la europea, con pantalón corto. Aunque tenía siete años, Mochis le había cincelado ánimo. Me dio la anécdota para un cuento, “Susto pequeño”, en donde el anuncio del fin del mundo por un altavoz en la calle que escucha la aterra, no sabe que es una película. También me dio a las señoritas Collins, esas chicas americanas con sombrero que tomaban el té con su madre, mi abuela (que dio clases de costura en la primaria de Mochis). Mi madre, con su buen contar, pobló mi imaginación con costales de maíz, pollos, canales de agua, pies descalzos, leyendas, escondrijos, una libertad jugosa, que le dolió perder cuando volvieron al DF.

Durante un vuelo mañanero a la ciudad sinaloense, me tocó contemplar desde el aire la espectacular bahía de Topolobampo, allí donde Albert K. Owen —quien trazó la ruta del ferrocarril Chihuahua Pacífico— había fundado una colonia utópica con un nutrido grupo de estadounidenses que creyó en el proyecto social. No en vano esa geografía singular, de salientes dentadas, de mar azul cobalto podía ser paisaje de soñadores, desde el aire lo confirmaba. Sabía que mi abuelo había sido parte del equipo que sacó de la bahía un barco pesquero que se había hundido. Presumía de haberse metido con traje de buzo para quitarle peso y poner una especie de flotadores. Recorrer las playas y comer los mariscos del Maviri me confirmaban un paraíso que ofrecía en gajos la aventura de diseñar una vida, de montar un mundo, como el de la utopía social que Owen sostuvo 10 años (1886-1996), como la ciudad trazada por Benjamin Johnston alrededor del ingenio azucarero, la colonia americana, que tras una muralla marcaba los dos mundos que existían en tierra pródiga.

Cierro los ojos y recorro esa bahía del Mar de Cortés, donde los delfines acompañan la travesía. Topolobampo pudo ser la utopía de Owen, o un desarrollo turístico marino, pero algo detuvo la ambición. Tiene el dejo de las ilusiones suspendidas y la belleza de una intimidad secreta. Por allí están los años intrépidos de un abuelo soñador y la infancia coloreada de una madre que reproducía en jaulas de pájaros y recortes de papel las casas, los muebles y la ropa de los americanos que la asombraban.

Los Mochis no fue sólo imaginación ni puerta de embarque para el tren que recorre el cañón de Cobre, reconocí las huellas de esa historia reciente subiendo el Cerro de la Memoria (Banderacahui), donde hubo un gran faro, mirando las casas antiguas de esplendor cañero convertidas en centros culturales o centros comerciales, las casas de los ingenieros (como mi abuelo) que se conservan como museos de sitio, la probé en sus comidas y en su calor, en la calidez de sus habitantes. Por eso me duele su paz trastocada, su condición de paraje para sueños ilícitos.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses