La palabra bitácora me gusta: tiene algo de náutico, de crónica y de registro. Se documentan aconteceres; no es lo mismo que el diario, que es personal, no implica un lector, más que uno mismo, y puede tener un tono confesional, disparatado y libre. Siempre recuerdo el ensayo de Canetti donde pondera la virtud de los diarios como válvulas de escape de temas y preocupaciones, de estados anímicos (él admira a los escritores que no lo necesitan y en cambio desahogan sus tribulaciones en boca de sus personajes). Muchos escritores han tenido diarios que luego, normalmente a su muerte, se han publicado: Virginia Woolf, Sándor Márai, Franz Kafka, Katherine Mansfield, André Gide, Anaïs Nin, Thomas Mann. Susan Sontag decía que en los diarios se creía a sí misma.

La bitácora es puntual en sus registros, el avance del tiempo es su constante. Está hecha para consultarse. El vocablo aparentemente viene del francés bitacle, palabra emparentada con el latín habitaculum, casa pequeña. ¿Sería porque el registro que se hacía en los barcos se colocaba dentro de una caja cilíndrica adosada a la nave? El registro de navegación y sus circunstancias se ha extrapolado a bitácoras de obras plásticas, cuadernos de bocetos: el registro del proceso. Los escritores también hemos usado la bitácora como cómplice de dudas y decisiones, caminos, andenes en la escritura de la novela. El intercambio epistolar entre escritores, como el conocido entre Flaubert y Colette, nos permite asomarnos a la tras bambalina de Madame Bovary, un lujo de intimidad. Algunos escritores, con esa conciencia del acto de escritura, han querido guardar fiel registro, como es el caso de Steinbeck, quien en su Journal of a Novel escribe que escribe Al este del paraíso. Su propósito, decía, era que sus hijos comprendieran sus encierros para librar la batalla de la escritura de ficción. Allí nos enteramos que empezaba por sacar punta a sus lápices. Me gusta la idea de que en su cuaderno usaba una hoja para la creación y la opuesta para la bitácora. Qué ganas de asomarme al original.

La palabra log del inglés, que equivale a bitácora, es interesante también, viene del griego “hablar”. Aunque el sinónimo es leño, y también hay un verbo muy en boga en medios virtuales que es registrarse: log in. En tiempos posmodernos, el documento del proceso se ha vuelto parte de la obra, lo íntimo se ha hecho público al grado de que la bitácora de escritores, log que se vuelve blog, es común y muy visitado. Los blog tienen más aire de diario, de registro de lecturas, viajes, pensamientos, colección de aforismos, poemas, noticias, collage que hacen del personaje público doblemente público en esta suerte de intimidad compartida. La palabra blog viene del WWW log (registro de la ancha telaraña del mundo), luego weblog (registro de la telaraña) luego we blog —no hay duda de la vocación sintética del inglés—. Una palabra con resonancias antiguas y uso actual. Podemos ser blogueros pero no “bitacoreros”.

Últimamente, quizás por contrarrestar el mundo de los libros electrónicos, el placer de asomarse en los cuadernos o bitácoras personales ha movido el espíritu de editoriales independientes que publican facsimilares y nos devuelven esa relación con la habitación propia; al fin y al cabo el cuaderno donde nos extendemos, dialogamos, graficamos, dudamos, avanzamos, trazamos ese mundo que intentará navegar en palabras que no necesiten enseñar las costuras, el avatar original que no estaba hecho para ser mirado por otros. Ese placer voyerista, ese poder constatar el proceso de creación y hurgar en los cuadernos de otros, es un interesante manjar. Me gustan los viajes, las bitácoras, los registros personales del viaje de la escritura y, sobre todo, la posibilidad íntima de mirarlos.

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