Una de las capacidades cerebrales que nos distingue de otros primates es la de soñar. No me refiero a los movimientos oculares rápidos que revelaron a los científicos el trajín cerebral mientras dormimos, el mundo onírico. Me refiero al diseño del futuro, a la noción de futuro. Más allá del aquí y el ahora, acumulamos memoria y elaboramos planes. La memoria es aprendizaje que nutre estos planes; los planes revelan nuestra capacidad de invención, de imaginar escenarios donde nos colocamos. Son motor, de alguna manera de nuestra aptitud de supervivencia más clara. Pueden ser a cortísimo plazo, a gran escala o –como tendemos a hacerlo año con año- para la cifra que tenemos enfrente. La conciencia de los ciclos anuales, los ritos tradicionales que reconocen la completitud de la órbita solar, nuestras reuniones con el “pool genético”, por decirlo de alguna manera, con los que nos anteceden, con los que nos continúan, le dan un sentido a nuestro trajín, a la agenda diaria, a ganarse el pan. Pertenecemos. No importan las variantes de familias, ausencias y presencias están allí alrededor de la mesa en nochebuena, en Navidad. Y ocurren más allá del sentido religioso. Diría yo que es un ajuste de cuentas darwiniano. Corroboramos qué hay del abuelo en el nieto, qué hay de la madre en la hija, qué gestos repiten las nietas, qué actitudes el hijo; se repiten anécdotas que vuelven a deleitar, escuchamos cuáles son los planes de unos y otros, los más jóvenes llenando de ese optimismo necesario para jalar la carreta a los mayores, a los cansados, a los que sostienen sus días en un botiquín irremediable. La reunión nos recuerda nuestra capacidad de soñar y compartir. Hay quienes odian las navidades y quienes despotrican de las reuniones que sienten forzadas, también quienes las sufren, yo no las lleno de almíbar pero me gusta esa última semana del año que me remite a otras, al paso del tiempo, a la niña que fui y que no podía creer aquellos columpios en la azotea de casa que quién sabe cómo había colocado Santa Claus, la que se esforzaba por cumplir con la carta de deseos de las hijas pequeñas. Desde luego a los afectos. Alrededor de la mesa se reúnen nuestros pasos y tropiezos, los abuelos que ya no viven, las casas que habitamos, la familia compuesta y recompuesta, los sueños rotos y los que aletean pidiendo oxígeno.

Soñar el año que está por venir, colocarle esos papelitos que llaman post its, con las cosas que nos gustaría hacer. Visualizarlo como si el tiempo fuera un camino, una ruta que emprenderemos con el pronóstico de las cabañuelas (esa intrigante sabiduría que atribuye a los primeros doce días del año lo que será el clima de cada mes). Pensamos, suponemos que el mundo puede ser mejor. No nos cansamos de hacerlo, a pesar de las muestras de irracionalidad, de intolerancia, de corrupción y de pobreza. La capacidad de soñar es el gen más egoísta (diría Dawkings) el que nos hace pensar que vale la pena seguir poblando el mundo de hijos, de hijos con imaginación y amor, que nos devuelvan la sensación de que hay ideas para renovar un mundo, para hacerlo amable.

Dicen los que saben que el 24 hubo noche de plenilunio: la luna tajante en el cenit desmintió el tufo cursi de la palabra. Dicen que no habrá plenilunio en Navidad hasta dentro de diecinueve años. Yo pienso que más me vale disfrutarlo y sonrío. Me dan ganas de escuchar a Chopin. El poeta Emilio Prados tiene razón: En la noche abierta todo huele a corazón...

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