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El robo de combustible de los ductos de Pemex es el reflejo de una profunda descomposición social. No se trata solamente de que se esté cometiendo un delito, sino de un enorme problema que viene de décadas atrás. La diferencia entre lo primero y lo segundo no es menor: para combatir la comisión de un delito basta con la policía y los jueces; para combatir un problema social tan profundo hay que aplicar otras herramientas.
En Puebla sucede que hay comunidades enteras dedicadas a vivir del pillaje de combustibles. Pero no se trata de un caso único. En el vecino estado de Tlaxcala está el pueblo en el que una buena parte de la población se dedica a la trata de personas con fines de explotación sexual. En otras entidades federativas hay grandes grupos de personas dedicados a la siembra de marihuana, al procesamiento de drogas sintéticas, al contrabando, al lavado de dinero o al tráfico de migrantes. Todo el mundo lo sabe y nadie dice nada.
En el fondo, los fenómenos de delincuencia masiva, socialmente aceptada y normalizada, nos hablan del fracaso del Estado mexicano, que no ha sabido o no ha podido crear las condiciones mínimas para que exista una cultura de la legalidad y de respeto a las normas que rigen la convivencia civil.
En diversas encuestas de cultura constitucional levantadas por la UNAM se han detectado desde hace años patologías gravísimas en la cultura jurídica de nuestro país. Por ejemplo, según datos de una encuesta de finales del 2016, el 31% de los encuestados afirmaron estar de acuerdo en que el pueblo se haga justicia por propia mano si las autoridades no hacen nada para castigar a un delincuente. Un 47% está de acuerdo o parcialmente de acuerdo en que se pueda torturar a un detenido para obtener la confesión de que ha cometido el delito de violación. En encuestas anteriores se observaba un apoyo masivo hacia el comercio ambulante y hacia los taxis piratas.
Se trata de datos que nos deberían hacer reflexionar, ya que demuestran la enorme fractura jurídica del país y lo lejano que se encuentra de nuestra realidad cotidiana el Estado de Derecho. Cuando las autoridades se perciben como corruptas e ineficientes, y además eso se conjuga con un sistema educativo obsoleto que ofrece resultados paupérrimos, es comprensible (pero no justificable) que la gente no cumpla con la ley. Si los diputados son los funcionarios públicos que menor confianza generan entre la sociedad (junto a los policías), ¿por qué razón deberíamos cumplir con las leyes que expiden? Muchas personas ven a los legisladores como unos hampones, que solamente se quieren enriquecer a nuestras costillas. No tienen demasiada legitimidad para imponer las reglas de la convivencia social.
Ahora bien, frente a ese escenario la pregunta difícil de contestar es, ¿qué hacemos? No basta con enviar al Ejército a las comunidades que roban masivamente combustibles. Eso sirve para poner un curita al problema, pero no resuelve el fondo de la cuestión.
En el caso del robo de combustible hay medidas técnicas que se pueden tomar para prevenirlo, tal como lo ha explicado Alejandro Hope en estas mismas páginas de EL UNIVERSAL. Pero quienes hoy roban combustible, cuando ya no lo puedan hacer van a dedicarse al robo de autotransporte, al narcotráfico, a la explotación sexual de niños o al tráfico de personas.
Necesitamos, por tanto, actuar en dos diferentes niveles: hay que aplicar en lo inmediato la ley sin distinción, de forma que quienes están cometiendo delitos respondan ante la justicia por sus conductas; pero a mediano plazo necesitamos ofrecer oportunidades educativas y empleos bien pagados a esas personas. Tenemos que hacer lo que se requiera para que se den cuenta que lo mejor que puede pasarles es que cumplan las leyes y dejen de cometer delitos.
No es una tarea fácil ni que le corresponda solamente a las autoridades. La sociedad civil tiene mucho por aportar y mucho por hacer a favor de una cultura de la legalidad. Es una de las grandes tareas del país. Ojalá a nadie se le olvide.
Investigador del IIJ-UNAM.
@MiguelCarbonell
www.centrocarbonell.mx