Uno de los problemas estructurales de la política mexicana es que está atada, firmemente atada, a las visiones de corto plazo que dominan la agenda pública nacional y que ocupan la mayor parte del tiempo de quienes dirigen el rumbo del país.

En parte esto se debe al hecho de que muchos de esos funcionarios (sobre todo en los más altos niveles), han sido nombrados no porque conozcan de los temas de los que deben ocuparse, sino como pago por favores políticos o por ser amigos del mandatario en turno. Cuando un funcionario no conoce del tema sobre el que debe tomar decisiones fundamentales, es imposible que piense en el largo plazo o que tenga un plan de trabajo con una perspectiva de 10, 15 o 20 años.

Con suerte, nuestros mediocres funcionarios públicos están pensando en las próximas elecciones. En realidad, no les importa el destino del país, no les preocupa la suerte de la ciudadanía ni les quitan el sueño los enormes problemas que impiden a México ser una nación desarrollada. Lo suyo es más mundano y también más inmediato: desde que se despiertan hasta que se duermen solamente trabajan con el objetivo de seguir estando dentro del presupuesto público el mayor tiempo que sea posible.

Les importa la fama y el poder, no el servicio público (para el que muchos no tienen la menor vocación y ni siquiera intentar disimularlo). Los ejemplos abundan: desde secretarios de Desarrollo Social que jamás se habían preocupado por la pobreza —ni tienen la menor idea de cómo se define— hasta encargados de prevenir el delito que son sospechosos ellos mismos de quebrantar todo tipo de leyes. La lista se podría hacer interminable.

Ahora bien, un país que no tiene planes a largo plazo y que se debe reinventar cada tres o seis años, es un país que siempre estará al borde del precipicio. Los países más adelantados han desarrollado servicios civiles de carrera para evitar que los vaivenes políticos entorpezcan los planes de largo plazo a cuya consecución se debe dedicar el aparato burocrático del Estado. Pero de eso en México sabemos más bien poco.

Habría que recordárselo a nuestros políticos, para exigirles que diseñen y ejecuten una “agenda de Estado” (no de gobierno y mucho menos de partido), en los temas clave para el desarrollo nacional. Hay tres áreas estratégicas en los que necesitamos mirar más allá de los sexenios y de los gobiernos en el poder: educación, infraestructura y economía. En esos ámbitos debe haber un consenso básico entre todos los partidos que nos permita avanzar con un rumbo definido.

Por ejemplo, debemos trazar con una mirada de largo plazo el plan nacional de infraestructuras, para saber qué puertos, aeropuertos, carreteras y puentes se van a construir en las próximas décadas. No podemos dejar ese tema a las ocurrencias sexenales para que nos quieran vender proyectos inútiles y carísimos como la absurda propuesta del tren entre Mérida y Cancún (afortunadamente ya abandonada).

También en educación debe haber un modelo de largo plazo que nos indique lo que nuestros niños deben aprender hoy y desarrollar a lo largo de todo el proceso educativo que habrán de vivir. No podemos cambiar planes de estudio, requisitos magisteriales o formas de evaluación cada seis años. Necesitamos elevar la mirada educativa hacia un horizonte de largo plazo, al menos respecto de temas básicos como los tres que acabo de señalar.

Por otro lado, tampoco es bueno que la economía se reinvente. El flujo de inversiones internacionales se dirige a países estables, que ofrezcan seguridad jurídica, política y económica en el largo plazo. No debemos reinventar el sistema fiscal o hacer grandes virajes económicos si queremos que México siga siendo un país atractivo para invertir.

En fin, lo que resulta indispensable es pensar el país que queremos. No sólo el que queremos hoy o mañana, sino el que imaginamos en el mediano y largo plazo. Y para eso nuestra clase política está irremediablemente extraviada. Hay que renovarla por completo y lo antes posible.

Investigador del IIJ-UNAM
@MiguelCarbonell

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