Una de las pruebas más contundentes de la débil democracia en la que vivimos consiste en que los funcionarios públicos de todos los niveles no están acostumbrados a renunciar, aun cuando existan evidencias sobradas de su pésimo desempeño.

No importa lo que digan los datos o lo que ponga de manifiesto la realidad: la regla de muchos parece ser la de permanecer atados a la silla gubernamental (y a la nómina, claro está) durante el mayor tiempo posible.

Para lograrlo, hay funcionarios que realizan declaraciones verdaderamente delirantes, a partir de las cuales puede inferirse que piensan que los ciudadanos somos imbéciles o nos chupamos el dedo. Si aumenta la pobreza es “porque ahora nacen más mexicanos”. Ante la fuga de El Chapo la respuesta es que “se siguieron puntualmente todos los protocolos”. Ante la evidencia del fracaso de nuestro sistema penitenciario, el máximo responsable ministerial dice que “los momentos de crisis no son para renunciar”. ¿Entonces cuándo va a renunciar un funcionario, si no en momentos de crisis y fracaso? ¿Acaso debería renunciar la titular de Sedesol cuando logre disminuir el número de pobres? ¿Acaso debería renunciar el titular de Segob cuando no se fuguen reos de cárceles de alta seguridad? ¿Acaso debe decir adiós el titular de Comunicaciones y Transportes cuando por fin logre construir aunque sea una línea de tren en el país? Las explicaciones citadas son patéticas y en el fondo demuestran un desprecio absoluto por la opinión pública.

En México todavía no tenemos claro que existe lo que se llama “responsabilidad política”, que es distinta de la responsabilidad penal, civil o administrativa. La responsabilidad política no es resultado de la violación de una norma jurídica, sino producto de la negligencia en el desempeño de una tarea gubernamental.

En muchos países del mundo, cuando se pone de manifiesto que un funcionario no está haciendo bien su trabajo (aunque lo realice dentro de lo que ordenan las leyes y aunque formalmente no haya violado ninguna disposición normativa), es el propio funcionario el que presenta su renuncia. No se trata de una regla escrita, sino que forma parte de la cultura política. Las personas no tienen como misión en la vida la de aferrarse al cargo pase lo que pase.

Los datos objetivos sobre el desempeño de algunos integrantes del gabinete del presidente Peña Nieto son deplorables. Hay funcionarios de gran visibilidad cuyos resultados no solamente no son positivos, sino francamente regresivos. Pero hay otros menos visibles, que no aparecen casi nunca en los medios, cuyos resultados son todavía peores. Llevan tres años instalados en la nómina gubernamental, nadando de muertito. Y nadie les dice nada.

La situación es mucho peor en las entidades federativas (incluyendo desde luego el DF). Empezando por los gobernadores y siguiendo por procuradores, secretarios de gobierno, encargados de la educación, secretarios de seguridad pública, directores de cárceles y un largo etcétera: los resultados son pésimos, el desempeño está lejos de ser el óptimo, pero la regla es nunca renunciar. Nunca reconocer el fracaso, nunca soltar la plaza o alejarse de la nómina gubernamental.

Es obvio que con una clase política tan patrimonialista como ineficaz, México no podrá resolver en el corto plazo los enormes problemas que tiene. Nuestra tarea como ciudadanos es recordarles a los políticos que deben permanecer en el cargo mientras hagan bien su trabajo. Pero si sabemos que son ineptos, indolentes o sencillamente inútiles, hay que pedirles que renuncien y dejen de hacernos perder el tiempo. México merece algo mejor, con urgencia.

Investigador del IIJ-UNAM.

@MiguelCarbonell

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