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Lo dijo hace unos días el Banco de México: la economía mexicana está sufriendo el embate de la falta de Estado de derecho. La máxima autoridad monetaria del país no se equivoca cuando señala que la inseguridad pública tiene un impacto sumamente negativo sobre el desarrollo económico del país.
La precaria aplicación de las leyes y un contexto de manifiesta corrupción propician falta de confianza en los inversionistas, así como una asignación ineficiente de los recursos. En otras palabras: nadie quiere invertir en las entidades federativas en las que los grupos de narcotraficantes u otras mafias locales imponen sus propias reglas.
En el mismo sentido, Alejandro Ramírez, el talentoso director de Cinépolis y presidente del Consejo Mexicano de Negocios, habla de “focos rojos” en el país por el tema de la ausencia del Estado de derecho. Tiene toda la razón.
Aunque el gobierno federal invierte cientos de miles de millones de pesos en el combate a la inseguridad y en temas de justicia, lo cierto es que los resultados son bastante pobres. Según el Barómetro Internacional de la Corrupción que año tras año publica Transparencia Internacional, no hemos avanzado nada en esa materia: en América Latina somos el segundo país en el que las autoridades reciben más sobornos, solamente precedidos por Bolivia. Las autoridades más impactadas por el soborno son precisamente las encargadas de aplicar la ley: el poder judicial y la policía. En el listado de 107 países que nos ofrece Transparencia Internacional, México ha retrocedido 31 lugares de 2008 a 2014. Vamos como los cangrejos.
El Fondo Monetario Internacional ha señalado que la corrupción puede llegar a suponer una disminución de las inversiones de un 5 por ciento. El costo de la corrupción es altísimo para las empresas: el 44 por ciento de ellas reporta haber pagado sobornos, según datos ofrecidos por el Instituto Mexicano para la Competitividad (Imco). La plaga se extiende por todos los niveles de gobierno: una tercera parte de los “pagos extraoficiales” hechos por las empresas mexicanas fue a funcionarios municipales. Todos quieren llevarse una parte del botín.
Y lo peor es que esos datos existen en un contexto de alta impunidad: no se castiga a nadie. La Auditoría Superior de la Federación ha presentado más de 440 denuncias entre el 2008 y el 2012. Solamente fueron consignadas ante un juez 7 de ellas, es decir el 1.5 por ciento, para vergüenza de todos nosotros. Hay denuncias hasta en contra de universidades públicas, como las presentadas en el caso de la Universidad Autónoma del Estado de México por el presunto desvío de más de mil 700 millones de pesos.
¿Qué hacer en este contexto tan deplorable? Nos guste o no, no hay otra ruta posible más que el fortalecimiento del Estado, acompañado de la exigencia continua de que la ley se aplique a todas las personas y en todos los casos. La opinión pública tiene un papel central que jugar.
Para que lo anterior tenga algún efecto concreto, pongo a consideración de los lectores la siguiente propuesta: que los delitos de corrupción se persigan de oficio por parte de las procuradurías, pero que también puedan ser objeto de acción popular directa, de modo que cualquier ciudadano pueda llevar ante un juzgado presuntos actos ilícitos cometidos por funcionarios públicos. De esa forma se involucraría en serio a la ciudadanía en la tarea de combatir la corrupción y construir el Estado de derecho, que tanta falta nos hace en México. Ya sabemos que las autoridades van a paso lento (o en franca regresión) en esa materia. Es momento de darle las facultades a los ciudadanos, para que aporten su energía, tiempo y talento en tan importante labor.
Investigador del IIJ-UNAM.
@MiguelCarbonell