“Ahora mismo, como país, tenemos la peor relación con Rusia que hayamos tenido en décadas” dice Ian Bremmer, el presidente de Eurasia, una firma consultora, “y sin embargo ahí están estos dos líderes que, por razones que no tienen sentido y que no se han explicado a satisfacción de nadie, están empeñados en adorarse el uno al otro”. Bremmer se refería, claro, a Trump y a Putin después de que se diera a conocer que en el contexto de la cumbre del G20 los dos mandatarios sostuvieron una segunda conversación privada durante una cena con solo un intérprete ruso presente. La luna de miel, no obstante, podría estar terminando pronto. Por lo que parece, Trump no podrá evitar sellar con su firma la más reciente piedra en el camino de Moscú: una nueva legislación sobre sanciones que sigue alimentando la espiral conflictiva entre ambos países. El Kremlin, de su lado, amenaza con una respuesta que, en palabras de funcionarios rusos, será una represalia no “simétrica”, sino una represalia “dolorosa” para Estados Unidos. Y es que, en efecto, más allá de responder con sanciones económicas y diplomáticas de la misma magnitud (las cuales ya han iniciado), Rusia cuenta con un abanico de opciones que podrían hacer que Washington resienta otro tipo de consecuencias.
La nueva legislación aprobada por la Cámara de Representantes y la cual se espera sea aprobada por el Senado, no solo aumenta la presión económica sobre Rusia y sobre terceros que hacen negocios con empresas rusas, sino que restringe los poderes del presidente para eliminar esas sanciones, necesitando ahora de la autorización del Congreso para hacerlo. Esta legislación ha colocado a Trump ante una encrucijada: si la veta, este asunto se añadirá a la gran cantidad de sospechas que ya existen acerca de sus intenciones personales y su relación “especial” con Moscú. Pero si, en cambio, decide no vetar la legislación, las tensiones con el Kremlin seguirán subiendo de nivel. Con ello se reducirá la flexibilidad que esta administración pedía le fuese otorgada para poder establecer un diálogo más fluido con Rusia a fin de reducir justo esas tensiones. Por lo que ha declarado la Casa Blanca, todo parece indicar que Trump no vetará la legislación y que, por tanto, su relación con Moscú enfrenta obstáculos que él en lo personal estaba deseando evadir.
Por ejemplo, pensemos en cómo Trump está actuando en cuanto al conflicto sirio. En las últimas semanas conocimos el acuerdo de cese al fuego parcial negociado por Washington y Moscú. Adicionalmente, Estados Unidos anunció que había suspendido el programa de la CIA para entrenar combatientes que luchaban contra el presidente Assad (aliado de Rusia). Un cese de hostilidades y el fin de un programa para entrenar rebeldes, por supuesto, no son noticias negativas; al contrario. La cuestión es que, para conseguir avances encaminados a finalizar esa guerra, la Casa Blanca ha tenido que replantear sus metas originales, aceptar que Siria era, es y seguirá siendo una zona de influencia rusa y, por ende, ha abandonado la política de “los días de Assad están contados” formulada por Obama. No, los días de Assad, a quien incluso Trump ha acusado de criminal de guerra, no están contados. Rusia ha sido capaz, una vez más, de transmitir el mensaje que deseaba transmitir desde 2011: Moscú no permitiría que Occidente o sus socios regionales pusieran en riesgo a su aliado y con ello, amenazaran espacios que el Kremlin considera estratégicos para sus intereses. Mientras esos mensajes queden claros, y mientras sea principalmente Rusia quien supervise lo que pasará con el futuro de Siria, podríamos esperar que la cooperación Putin-Trump continúe en ese tema. Sin embargo, no se puede decir lo mismo para otros asuntos que para la administración Trump resultan más delicados.
Uno de ellos es el de Corea del Norte, país con el cual Moscú ha estado incrementando su colaboración en los últimos años. Según parece, a Rusia le interesa insertar ese tema dentro de toda su conflictiva mayor con Estados Unidos. Principalmente porque este y no otro, es considerado por Washington como el mayor de los riesgos a su seguridad nacional. Así se lo transmitió Obama a Trump antes de dejar la Casa Blanca. Putin lo sabe muy bien y en los últimos tiempos, ha decidido jugar un rol como válvula de escape para Pyongyang en caso de que China, el mayor aliado y sostén del régimen norcoreano, decidiera elevar su presión sobre Kim Jong-un. Obviamente, los volúmenes de comercio entre Rusia y Corea del Norte, así como los niveles de colaboración hoy existentes entre Moscú y Pyongyang, siguen siendo muy bajos. Pero justo cuando Corea del Norte se encuentra, según el Pentágono, a solo un año de poseer un misil balístico intercontinental con capacidades nucleares -algo que tiene a Washington con los pelos de punta-, el Kremlin está tomando medidas para fortalecer sus lazos con Pyongyang, medidas que van desde un relativo apoyo diplomático en la ONU, hasta pasos más concretos para ayudar a su economía y finanzas. Algunos de esos pasos incluyeron desde el 2014 el haber perdonado a Pyongyang el 90% de su deuda y ofrecer 20 años para pagar el restante, el aumento de la ayuda alimentaria o la actual construcción de infraestructura para fortalecer el comercio entre ambos países.
Otro escenario en el que Rusia podría responder subiendo el volumen de las tensiones con Washington es Ucrania. Más allá de que para el Kremlin la anexión de Crimea es un hecho consumado y no negociable, desde el 2014 Moscú respalda una rebelión separatista en territorio ucraniano. Hasta ahora, el termómetro de ese conflicto se enfría cada vez que Putin percibe que hay espacios adecuados para negociar con sus contrapartes europeas y con la Casa Blanca. La temperatura del conflicto se vuelve a calentar cuando Rusia lo considera necesario. No es casual que justo ahora estamos viendo un repunte en ese conflicto con nuevos movimientos y choques. Esta cuestión rebasa a Ucrania pues desde que ese conflicto se encendió, la guerra de nervios entre Moscú y la OTAN se ha elevado a niveles que no se veían desde tiempos de la Guerra Fría. De modo que, aunque hasta ahora Trump ha dado la apariencia de actuar a contracorriente exhibiendo un comportamiento más “anti-OTAN” que “anti-Rusia”, las circunstancias ya le están obligando a corregir.
Además de Siria, Ucrania y Corea del Norte, hay otros sitios como Afganistán, en cuyo conflicto y negociaciones, el Kremlin ha jugado un rol cada vez más relevante en un escenario que hasta hace poco tiempo, era considerado de influencia principalmente de Washington y la OTAN, o en la propia Venezuela, actualmente en plena ebullición, en donde Rusia podría ejercer un relativo contrapeso ante las posturas estadounidenses.
Es decir, cuando Moscú amenaza con desplegar represalias no-simétricas y “dolorosas”, probablemente quiere que Washington considere esa amplia gama de palancas que Putin puede pulsar para hacer que esta joven administración Trump pague las consecuencias. Aunque a nivel personal, como dice Bremmer, ambos mandatarios sigan “empeñados en adorarse”.
Twitter: @maurimm