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Mi cumpleaños siempre me supo a combinación entre alegría y nostalgia. La emoción mezclada entre copos de nieve que, por donde yo vivía, nunca caían, árboles adornados que, en una casa judía, nunca colocábamos, un pavo horneado que yo nunca comía, y la sonrisa de la gente felicitándome, pero no por ese cumpleaños, sino por una navidad que yo no festejaba. Lo que sí había en casa, cuando al Hannuka le tocaba coincidir, eran candelabros, velas, luces, historias de héroes venciendo conquistadores griegos y tortitas de papa frita que nunca me acabaron de gustar. ¿Quién, en 2000 años de historia —pensaba yo—, había decidido que comer tortitas de papa frita era una buena idea para festejar la reinauguración del templo más sagrado en nuestra religión? Mi cumpleaños era saludar y
sonreír, era compartir con otros la emoción por recibir regalos, porque en esas fechas toda la gente se llenaba de obsequios. Mi cumpleaños era pasear por tiendas abarrotadas, calles atestadas de niños abrigados y emocionados, Santa Clauses sentados en trineos, foquitos encendidos, villancicos que siempre me gustó memorizar. Mi cumpleaños estaba lleno de madres y padres preparando cenas, lleno de pan en las mesas, familias cercanas y lejanas pasándolo de lujo. Mi cumpleaños era, en suma, entender que muchos, como yo, estaban agradeciendo y celebrando sus vidas, y era también sentirme contento por esas otras almas. A la vez, mi cumpleaños era vacación, ruta de escape, fuga de lo cotidiano; las ganas de huir por un rato de mis muy complejos problemas: la escuela y los amigos. Mi cumpleaños era la emoción de pasar por la “Pera”, y si había suerte, alcanzar a ver el mar de Acapulco aparecerse entre colinas secas. Mi cumpleaños era, igualmente, echar de menos y desear prontos reencuentros.
Hoy, muchos años después, sumergido en el trabajo que desempeño para espacios como este, mi cumpleaños está, también, plagado de un mundo en donde Assad sigue asesinando gente, donde Trump gana elecciones, donde los niños pierden la vida al tratar de huir de la violencia, donde aniquilar inocentes es redituable; un planeta en el que el calentamiento global no alcanza a mover las conciencias que se requiere, en el que las energías fósiles consiguen puestos en los gabinetes y en el que explotar o discriminar terminan siendo negocios jugosos. Así que, como nunca, pienso que, en este cumpleaños tan lleno de ese mundo, cualquier escape parecería tener sentido. Hallar una burbuja en el tiempo en donde la gente es amable con la gente, en donde el saludo, la felicitación y los buenos deseos son la norma y no la excepción, no parece ser del todo equivocado.
Pero a la vez, en este cumpleaños navideño, me toca pensar que esa ruta no necesariamente es escape, sino destino. En esos días en que los atentados terroristas cobran la vida de niños, de mujeres, ancianos y hombres cuyo único pecado es encontrarse en el lugar equivocado, en esos días en que el hallazgo de una fosa común nos parece una nota como cualquier otra, cuando las bombas caen en hospitales o cuando las niñas son usadas como proyectiles, cuando los seres humanos no encuentran refugio, cuando los problemas de otros son solo problemas de otros, cuando nuestros semejantes nos dejan de importar solo porque nacieron lejos y no cerca de nosotros; en esos días, regalar abrazos apretados y cálidos, encontrar la forma de obsequiar algo a alguien, de perdonar, de saludarnos y decirnos buenas palabras, de buscar a un amigo para expresarle por qué nos es vital, no son necesariamente evasiones, sino respuestas viables, las que sí están en nuestras manos y por tanto, respuestas correctas, al menos algunas de las respuestas correctas.
Mi cumpleaños es beber ponche, comer castañas y otras delicias, sabiendo que, aunque somos capaces de lo peor, somos también capaces de lo mejor que existe en esta Tierra.
Internacionalista.
Twitter: @maurimm