Más Información
VIDEO: Acuerdo del T-MEC está en riesgo por “dictadura comunista”: Alito Moreno; Morena ejerce “terrorismo de Estado”
Senado celebra continuidad de elección judicial; ninguna autoridad, poder u órgano puede suspenderla: TEPJF
Sheinbaum y Petro refuerzan lazos bilaterales en el G20; estrechan cooperación, comercio y lazos culturales
Tribunal Electoral da luz verde al INE para seguir con elección judicial; suspensiones de jueces no frenan proceso, determina
“No confíe usted en todo lo que lee en la literatura de psicología”, escribía Monica Baker hace un año en la revista científica Nature, al reportar los hallazgos de un proyecto llevado a cabo por 269 investigadores, dirigido por Brian Nosek, un psicólogo social, cabeza del Centro de Ciencia Abierta en Charlottesville, Virginia. El proyecto buscaba replicar 98 estudios psicológicos publicados en revistas académicas de alto prestigio para determinar si los resultados que arrojaban las réplicas eran iguales a los de los estudios originales. Seis de cada 10 estudios fallaron la prueba pues obtuvieron resultados demasiado variados de su versión original. Este proyecto de investigación detonó un enorme debate en la comunidad de las ciencias sociales al respecto de su pretensión científica. En palabras simples, tal y como lo escribí la semana pasada: ni los seres humanos, ni las vidas que protagonizamos somos ciencias exactas. La cuestión es que este tema no compete exclusivamente a la filosofía de la ciencia o al interés académico.
Acabamos de vivir un evento electoral que más que sorpresa nos ha generado una verdadera conmoción. Pero si hoy estamos sorprendidos o conmocionados, ello obedece en buena medida a que todas las predicciones fallaron. Trump ganó el voto en estados en donde los análisis probabilísticos no estaban esperando que ganara. Es decir, para que se concretara lo que se concretó el pasado martes, no bastaba con que fallaran las encuestas nacionales. Tenía que haber fallado también el promedio de las encuestas locales en una amplia gama de estados como Pensilvania o Michigan donde la probabilidad de que Hillary obtuviese la mayoría llegaba hasta el 70 o incluso 80%. Y sí, fallaron. Dicho más precisamente, se cumplieron las probabilidades bajas de los modelos, no las altas. Seguramente, de haber contado con encuestas que hubiesen medido la intención de voto de manera más eficaz, las predicciones hubiesen podido leer mejor la realidad que se manifestó el 8 de noviembre, y, por tanto, la preparación ante el escenario de Trump presidente –por parte de actores de toda índole- hubiese sido mayor, y quizás, el shock menor.
El problema es que todas esas predicciones, los análisis que se hacen antes de las elecciones, las conversaciones en los medios de comunicación, en las juntas de trabajo, de consejo, las reuniones de los actores políticos, en la campaña o fuera de ella, locales, nacionales o internacionales, todo, está basado en encuestas, instrumentos que parecen tener un menor grado de cientificidad del que pensamos. Mucho se puede hablar al respecto de Trump, pero hay que entender que se trata de un fenómeno que le rebasa. Hace poco tiempo decíamos lo mismo acerca de Colombia, Reino Unido, Austria o muchas otras partes del globo. Es más, incluso dentro de los propios Estados Unidos, pero ante candidatos distintos a Trump. Considere usted el caso de Sanders y Clinton en las primarias demócratas. Para efectuar su cálculo de probabilidades, analistas como Nate Silver, del blog FiveThirtyEight, utilizan una metodología que no solo considera múltiples encuestas locales promediadas (efectuadas estado por estado), sino que estas encuestas son ponderadas de acuerdo a su historial y a su tino. Unos días antes de las primarias en Indiana, Silver daba a Clinton un 90% de probabilidades de ganar el estado, y, sin embargo, Sanders venció a Hillary por 5 puntos. De hecho, si se revisan las predicciones de Silver en las primarias, se verá que lo mismo le ocurrió en varios estados. Y claro, se puede criticar la metodología de ese analista específico, pero él no es el único. Una gran cantidad de análisis están fallando, dentro y fuera de Estados Unidos, esencialmente porque se basan en encuestas que han resultado incapaces leer al electorado de manera eficaz.
Posibles explicaciones hay muchas. Pongo algunos ejemplos sin pretender elaborar una lista completa: (1) Una encuesta no es una “predicción”, sino una fotografía de un momento concreto. Si las circunstancias cambian, ocurren eventos o se añade información que no se tenía, la fotografía puede cambiar. Lo que pudiera estar ocurriendo en la actualidad es que esa fotografía está moviéndose o transformándose a velocidades mucho mayores a raíz del bombardeo de información a que estamos sometidos hoy como en ningún otro momento de la historia –textos imágenes, videos, infografías, gráficas, datos compartidos al instante y de manera masiva a través de dispositivos móviles. El error obvio es, entonces, asumir que la fotografía presente tomada por una encuesta puede ser usada para predecir sin considerar su altísima volatilidad; (2) Luego, está el rol que juega lo emocional en la toma de decisiones, nuestra “mala conducta” o “mal comportamiento”, como llama Thaler a la no-racionalidad en nuestras decisiones, nuestros miedos, nuestra aversión al riesgo, nuestra obsesión por obtener ganancias inmediatas sin considerar costos futuros. Traslade eso a los mensajes simples y cargados de emoción, multiplique esa emocionalidad de manera masiva y el resultado es una conducta colectiva errática y muy difícil de predecir; (3) Y, por supuesto, está ahí también el voto oculto, nuestra falta de disposición a exponer lo que realmente pensamos o sentimos. Sí, al respecto de un candidato como Trump –lo que llegamos a llamar el “trumpismo de closet”-, pero aparentemente también al respecto de plebiscitos como el colombiano o el británico, o elecciones en países tan distantes como Grecia o Israel.
De tal modo, si queremos seguir intentando predecir conductas como la electoral, vamos a tener que inventar metodologías más efectivas. Mientras lo hacemos, tendremos que seguir empleando los únicos instrumentos con los que contamos, buenos o malos, que son las encuestas de intención de voto. Al respecto, sin embargo, hace falta incorporar al menos dos factores: (1) El grado de confiabilidad de una gran parte de esas encuestas en la actualidad parece ser bastante menor de lo que sus autores indican. Por tanto, va siendo hora de cuestionarlas un poco más, añadirles varios puntitos a los márgenes de error que presentan, y estar preparados para escenarios mucho más erráticos que los que los modelos que se basan en ellas predicen, y (2) Comprender y cuestionar con mayor humildad y mayor frecuencia la verdadera naturaleza científica de las ciencias sociales, y dejar de pedirles lo que no pueden dar.
Analista internacional.
@maurimm