El miedo lo mata todo. Podríamos compartir en este espacio una gran cantidad de datos duros y mediciones que indican cómo el terrorismo es un problema materialmente mucho más pequeño de lo que nos parece, y, sin embargo, ninguno de esos datos racionales nos vacunaría contra el sentimiento de impotencia, desesperanza o vulnerabilidad colectiva que emerge tras un atentado donde gente inocente pierde la vida. Los ataques terroristas consiguen impactar en nuestras actitudes, nuestras opiniones, alteran nuestras conductas, nuestras decisiones, y, a veces incluso nuestras preferencias electorales. Y es solo por eso que, a pesar de que un número trece veces mayor de personas muere en otras clases de asesinatos, el terrorismo se percibe como el mal de males, la reina de las violencias, la máxima de las prioridades a atender. El problema es que, si revisamos el crecimiento de esta clase de violencia, podemos concluir que las estrategias usuales para combatirle, hasta ahora han reportado una enorme ineficacia. Así que, si de verdad es un tema tan prioritario, entonces deberíamos comenzar a pensar el tema de maneras diferentes.

La noción de “la guerra contra el terrorismo”, puesta en marcha tras los atentados del 2001, esencialmente consistió en atacar e invadir determinados países, desmantelar las bases de operación de las grandes organizaciones del terror, capturar o matar a sus líderes, y establecer medidas de espionaje e inteligencia que, después de los Snowdenleaks, empezaron a considerarse excesivas. La cuestión es que, a pesar de estas acciones, quince años después, Al Qaeda, aún sin Bin Laden, sigue viva y se mantiene cometiendo atentados –como los de París en enero del 2015 contra Charlie Hebdo, o los de Malí y Costa de Marfil hace pocos días. Paralelamente, una de las escisiones de la misma Al Qaeda, es decir el “Estado Islámico” o ISIS, representa la mayor amenaza del momento. Quince años después de la “guerra contra el terror”, se cometen alrededor de cinco veces más atentados terroristas que en 2001, y, por lo tanto, tenemos que seguir combatiendo esa clase de violencia. El problema es que lo hacemos básicamente del mismo modo como lo hemos hecho desde el 2001 (o incluso antes) hasta la fecha.

A veces pareciera que nos sentimos tan dolidos –y con razón-, tan vulnerables e impotentes, que nuestras respuestas emergen de ese dolor, de ese sentimiento de vulnerabilidad, y consisten en mostrar que somos justo lo contrario: fuertes y capaces de golpear a los perpetradores allá en su corazón de operaciones. Cada día sumamos más aviones de más países para que bombardeen a ISIS en Irak y en Siria, como si la dificultad fuese que a Washington le faltasen aeronaves de combate. Al mismo tiempo, desmantelamos células, logramos arrestos, desactivamos planes de atentados terroristas por docenas. Un mal día, de pronto un atentado -uno solo- nos falla. Basta solo ese ataque, la sangre derramada, el miedo esparcido, las imágenes y videos retransmitidos, para que concluyamos que seguimos siendo tan vulnerables como siempre. Decidimos que Bélgica –es más toda Europa- son sitios peligrosos. Y entonces llega nuestra lectura: la inteligencia belga es ineficaz. Si consiguió detectar y detener decenas de atentados en los últimos meses, eso nos parece irrelevante porque en esta ocasión falló, y eso bastó para sentir lo que sentimos. No debe sorprender entonces cómo es que, bajo esas circunstancias, una gran cantidad de personas concluyen que las medidas que sugieren candidatos como Trump, tales como prohibir la entrada de musulmanes a EU, tienen sentido.

Quizás es hora de pensar distinto, estudiar mejor el fenómeno o, al menos leer las decenas de estudios que ya se han efectuado y mirar, con la cabeza un poco más fría, la evidencia. Podríamos resumir algunos resultados de la investigación sobre terrorismo de la siguiente manera: (a) En los últimos 7 años, en países industrializados como Francia, Bélgica o Estados Unidos, el círculo perverso del terrorismo se compone de actores quienes se autoperciben como excluidos, desintegrados y marginados, quienes pasan por un complejo proceso psicológico de radicalización (el cual he descrito en otros textos como este: http://www.eluniversalmas.com.mx/editoriales/2015/06/76750.php ) hasta decidir emplear la violencia, normalmente contra inocentes, para conseguir sus fines. Ello a su vez, alimenta la radicalización de las sociedades atacadas, las cuales empiezan a percibir a comunidades religiosas o étnicas enteras y a los atacantes como parte del mismo problema. Esas sociedades atacadas tienden a exigir medidas de fuerza para responder ante los ataques, lo que paralelamente contribuye a la percepción de una mayor exclusión y falta de integración de las comunidades religiosas o étnicas de donde proceden los atacantes. Es en esa exclusión y marginación donde las organizaciones terroristas encuentran su mayor caldo de cultivo para conseguir nuevos reclutas. Por consiguiente, tanto los actos terroristas como las respuestas que normalmente obtienen, alimentan los extremos. Ese sería un primer círculo que tendríamos que romper en algún momento, (b) Ello, sin embargo, no explica sino una mínima parte del fenómeno. Según el Índice Global de Terrorismo, únicamente 0.5% de atentados terroristas se cometen en países occidentales. En cambio, cinco países (Irak, Siria, Afganistán, Pakistán y Nigeria) concentran 80% de los atentados terroristas que ocurren en el planeta. En esos países, el terrorismo se alimenta de factores como la inestabilidad, la criminalidad, la falta de condiciones de paz o la violencia cometida por los gobiernos locales. Lo que sucede es que ambos temas, a y b, se encuentran inescapablemente interconectados. Por ejemplo, el ISIS que hoy conocemos es un subproducto de la inestabilidad y la falta de paz en Irak y en Siria. Al mismo tiempo, esa organización atrae individuos, ciudadanos de países occidentales, quienes han pasado por el proceso de radicalización mencionado, y quienes, tras combatir en sus filas, reciben entrenamiento para posteriormente regresar a sus países de origen y planear ataques como los que hemos visto en París o Bruselas.

Por consiguiente, las medidas policíacas y de inteligencia, deben, sin duda, seguir intentando desactivar atentados y desmantelando células en la medida de lo posible. Pero para, si no eliminar al menos reducir la actividad terrorista –la cual, en los últimos años no ha parado de crecer-, se requiere: (a) En países industrializados no solo evitar caer en nuevos círculos de exclusión y castigo colectivo para las comunidades marginadas, sino diseñar e implementar políticas más eficaces para la integración social y económica de esas comunidades marginadas (lo que incluye pero no se limita a las comunidades procedentes de países musulmanes), y (b) Una mucha mayor colaboración internacional para atender y coadyuvar en la pacificación de raíz de los distintos conflictos que se ubican en los núcleos de operación de diversas redes terroristas transnacionales en países como Siria, Irak, Libia, Yemen o Afganistán, así como contribuir al fortalecimiento de las instituciones locales y sus capacidades para contener la amenaza de grupos terroristas. Pero para ello, las potencias, tanto globales como regionales, no solo tendrían que ponerse de acuerdo en cómo apoyar los procesos de paz, sino que tendrían que ponerse de acuerdo en cómo dejar de pelearse entre ellas, y así dejar de nutrir los mismos conflictos que luego terminan en ataques suicidas en sus propias casas. No es fácil, pero es como es.

Twitter: @maurimm

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