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La llave maestra para combatir la corrupción en los próximos años estará en la ley general de responsabilidades que habrá de emitir el Congreso de la Unión antes de mayo de 2016. Se trata de una más de las piezas legislativas que se derivan del Sistema Nacional Anticorrupción pero, a diferencia de las demás, la de responsabilidades está llamada a rediseñar la sanción jurídica al abuso del poder en todo el país. De ahí la enorme importancia de encender todos los reflectores posibles sobre esa legislación en particular.
Su hechura no será cosa sencilla. Ya de entrada, aun entre especialistas está vigente una fuerte corriente conservadora que sigue concibiendo el combate a la corrupción como un asunto de servidores públicos corrompidos a quienes debe perseguirse y sancionarse individualmente y que se resiste, en consecuencia, a comprender que el fenómeno ocurre generalmente en redes y que en éstas no solamente actúan funcionarios sino personas físicas y morales.
Lo dijo muy bien Stefano Fumarulo hace unos días —el consultor de la Comisión Italiana Antimafia— durante el seminario internacional de la Red por la Rendición de Cuentas: la corrupción y la delincuencia organizada actúan de la misma forma. De modo que suponer que es posible erradicar al crimen organizado encarcelando de vez en vez a algún delincuente, sin tocar a sus cómplices, sin desmontar sus vínculos criminales y sin tocar sus fuentes de ingreso, es una bobada. ¿Por qué entonces hay quienes persisten en la idea de que podríamos enfrentar a la corrupción persiguiendo y sancionando corruptos aislados?
Una ley general de responsabilidades que se limitara a describir conductas sancionables de servidores públicos, individualmente planteadas, acabaría castigando sólo a los operadores más débiles de la cadena de corrupción o produciendo chivos expiatorios tras cada escándalo; es decir, acabaría reproduciendo las mismas prácticas que ya tenemos en México. Lo que necesitamos es una legislación que se haga cargo de la lógica sistémica de ese fenómeno y que además de otorgar facultades plenas de investigación a los distintos órganos encargados de combatir las redes de corrupción, les entregue los medios legales para deshacerlas: no ceñir la tarea a las conductas individuales sino subrayar las prácticas colectivas, abrir la puerta para entrar a esas redes y actuar en contra del conjunto de servidores públicos, empresas y personas físicas que hayan participado en los hechos de corrupción. Hasta donde tope.
Por otra parte, sería inútil seguir insistiendo en la lógica puramente procedimental que hoy ha cobijado y ensanchado las redes de corrupción. Esa que permite hacer grandes negocios a costa del erario público siempre que se sigan los procedimientos administrativos formales y se firmen los papeles correctos. La nueva ley general de responsabilidades debe poner el acento en la evidencia de los beneficios obtenidos: en el daño causado al patrimonio de la nación y en las ventajas personales abusivamente obtenidas.
La corrupción deja huella: en la riqueza que no se puede explicar, en los programas que agotaron sus presupuestos pero no cumplieron sus cometidos o los obtuvieron con precios exorbitantes, en los dineros que llegan a las campañas sin revelar sus orígenes, en los puestos y presupuestos que se asignan para cerrar negocios o devolver favores. La nueva ley debe crear las condiciones jurídicas para investigar y reconstruir las cadenas de corrupción desde la evidencia del beneficio final y no, como sucede ahora, desde la formalidad legaloide del procedimiento seguido.
La nueva ley general de responsabilidades no debe perfeccionar los errores ya cometidos en esta materia, ni confundir la investigación y la sanción jurídica con un curso de ética. Es imperativo que no rompamos la llave antes de entrar a la casa.
Investigador del CIDE