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Dejaron de ser el lugar soñado por la versión romántica de la democracia, para convertirse en el espacio donde cobran vida los problemas que no hemos sido capaces de resolver. Pero lo cierto es que nunca nos dimos la oportunidad de saber si realmente fueron una de las causas fundamentales de esos problemas o si, más bien, el Estado nacional no les permitió resolverlos, al menos, durante ciento cincuenta años (y contando).
En los próximos meses se abrirá una oportunidad única para contrastar esas tesis, pues los gobiernos locales estarán llamados a cumplir las nuevas obligaciones de transparencia exigidas por la reforma constitucional y las leyes generales en esa materia. Sin embargo, si se cruzaran apuestas, estoy seguro de que los momios correrían casi completos por el fracaso. Tanto, que la propia ley prevé que los municipios menos poblados son y seguirán siendo, de entrada, incapaces de honrar la Constitución y por eso dependerán por completo de los institutos de transparencia de los estados. El paternalismo completo: si tienen menos de 70 mil habitantes, han de considerarse menos responsables que los municipios más grandes.
¿Por qué ha de ser así, si la administración de las organizaciones pequeñas es siempre más sencilla que la gestión de los grandes gobiernos? ¿O acaso una pequeña empresa debe eximirse de pagar sus impuestos porque alguien como Carlos Slim asumió que esos negocios serán incapaces de llevar sus cuentas en orden? Según la evidencia empírica que tenemos a mano, los gobiernos municipales, más bien, tendrían que ser los campeones de la transparencia y la rendición de cuentas, precisamente porque sus cuentas son menos voluminosas, porque toman menos decisiones, porque los ciudadanos están más cerca y porque la tecnología de la que hoy disponemos es más accesible y más manejable que en cualquier otro momento de nuestra historia.
Si quisieran, esos gobiernos podrían responder mejor que cualquier otro a los reclamos sociales en contra de la opacidad y la corrupción. No es verdad que enfrenten desafíos imposibles: llevar un registro razonable de sus decisiones y de su contabilidad en archivos confiables no es una cuestión de tamaño sino de disciplina administrativa. Y poner esas decisiones y esos números al alcance de cualquier persona es hoy, gracias al desarrollo de las tecnologías de la información, una tarea mucho más fácil.
Es falso que por su propia naturaleza sean más oscuros y más proclives a la corrupción que los gobiernos más grandes. Y también que suceda así por sus limitadas capacidades. Si los gobiernos municipales del país han ganado mala fama durante el siglo XXI no ha sido por su tamaño ni por su incompetencia. La razón ha estado, acaso, en la captura de sus redes locales por intereses que llegan mucho más lejos: el régimen de partidos y su reparto estratégico de prebendas y candidaturas, el predominio político de los gobiernos de los estados y el peso específico de los poderes fácticos, que se han ido metiendo como hierba mala entre los rincones de los edificios municipales.
Con todo, ya no podrán seguir evadiendo la transparencia por mucho más tiempo. Y ese pequeño pero poderoso conjunto de obligaciones no sólo habrá de confrontarlos muy pronto con las prácticas que los convirtieron en los chivos expiatorios predilectos de los gobiernos más grandes, sino que les abrirá la puerta (por si quieren pasar del umbral) para hacer uso de su autonomía y probar que, en materia de atención a los asuntos estrictamente locales, pueden llegar a ser ejemplares. Esta vez tendremos datos de sobra para estimar cuál de las tesis que explicarían sus fracasos es más exacta: si su debilidad intrínseca e imposible de superar, o su subordinación a los tentáculos del régimen que los corrompió.
Investigador del CIDE