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Hace unos días llegó hasta la puerta de mi cubículo un señor que se presentó como candidato independiente a la Presidencia de la República. No estaba de broma: me explicó que estaba buscando el respaldo de un amplio grupo de ciudadanos, entre los cuales figurábamos algunos profesores del CIDE. Era un hombre coherente y no parecía haber perdido el juicio —aunque sí, probablemente, la sensatez—. También leí que Rodolfo Neri Vela, el único astronauta mexicano, abriga la mismas aspiraciones que el señor que me visitó y supe, de paso, que el famoso Juanito de Iztapalapa estaría preparando ya su propia candidatura a ese puesto.
No quiero hacer una caricatura de las aspiraciones legítimas de ninguno de ellos. Pero sospecho que la lista de candidatos independientes a los puestos de elección popular que se disputarán de aquí en adelante puede seguir creciendo exponencialmente. He aquí uno de los efectos palpables de las elecciones del 7 de junio: la multiplicación de las personas que han encontrado una rendija para situarse en el escenario político del país al margen del compromiso con cualquier partido político. Y también uno de los riesgos evidentes de esa nueva figura, que repentinamente se convirtió en una alternativa viable.
Por supuesto que el éxito de esas propuestas responde al hartazgo que produjeron los excesos de los partidos políticos. Pero me pregunto si la suma indiscriminada de nombres a las listas de independientes no generará otra forma de indigestión política entre la sociedad mexicana, además del riesgo inminente de fortalecer aún más —sin proponérselo, desde luego— a los aparatos electorales de los partidos políticos. Apenas si es necesario explicar que, mientras más opciones independientes vayan surgiendo, más probabilidades tendrán los partidos tradicionales de ganar los comicios y de liberarse de compromisos innecesarios. De hecho, no me extrañaría que varios “independientes” contaran con el respaldo de los dirigentes más poderosos para obtener su registro y competir en las elecciones. Dividir es otro recurso para derrotar a los adversarios.
Para que la opción abierta y probada en las elecciones de 2015 tuviera sentido en la próxima cita —y con mayor razón en la contienda por la Presidencia de México— sería indispensable que los “independientes” se pusieran de acuerdo y presentaran un frente común ante los partidos. No muchos candidatos sin ligas formales compitiendo por los mismos lugares —como en una ruleta—, sino muchos ciudadanos organizados al margen de los partidos en torno de un puñado de candidaturas independientes, con un programa capaz de enlazarlos y una estrategia política compartida, incluyendo el consenso de un solo nombre en el espacio destinado a la candidatura presidencial. En sana lógica, eso significaría que los independientes tendrían que formar un partido político, aunque su movimiento no tuviera esa denominación. ¡Vaya paradoja!
Abierta esa puerta, será difícil que la fiebre de los independientes no se convierta en epidemia durante los próximos años. Pero tengo para mí que esa alternativa nubla la batalla fundamental, que estriba en adecentar el régimen de partidos. No niego que la tentación de suplirlos está cada vez más extendida, pero el resultado sería la vuelta al punto de origen. En cambio, bloquear sus abusos, cancelar las fuentes del clientelismo pagado con nuestros recursos, disminuir sus dineros, abrir sus arcas a la vigilancia social, exigir transparencia en la conformación de sus candidaturas y en la trayectoria de sus candidatos, reclamarles claridad en sus programas e ideologías y compromisos puntuales con la solución de los problemas de México, puede ser mucho más valioso para la consolidación democrática del país, que confiar en el buen éxito de los independientes que vendrán a salvarnos.
Investigador del CIDE