Fiel a sus tradiciones, las cúpulas del PRI han designado a Enrique Ochoa Reza como su próximo presidente nacional. Cuido el verbo, pues designar no es lo mismo que elegir, aunque también podría escribir que el nuevo dirigente ha sido ungido tras la decisión tomada por el presidente Peña Nieto. Esa es la lectura obvia: la designación de Enrique Ochoa como una pieza principal de la estrategia diseñada desde Los Pinos para enfrentar la sucesión presidencial.

El joven dirigente no carece de atributos personales. Tiene una sólida formación académica, cualidades profesionales ya probadas, conoce los rincones del mundo electoral, es un individuo empático y pertenece a una generación que el PRI necesita con desesperación. Pero no viene de abajo. Su llegada a la presidencia del partido no responde a los sudores de la batalla cotidiana, sino a su capacidad de tejer relaciones personales. En rigor, su trayectoria pública comenzará a partir de ahora. Y en este sentido, hay en Enrique Ochoa algo de Agustín Basave: si éste llegó a dirigir su partido desde afuera, aquél llega desde arriba. Y nadie podría hacer predicciones sólidas sobre su desempeño.

Lo que está claro es que el PRI acusó recibo de los magros resultados obtenidos este año, de la crisis de confianza que está viviendo ahora mismo el régimen político y de la amenaza inminente de volver a perder la Presidencia en el 2018. Sin embargo, todavía no es evidente que la ruta elegida sea la que ya está ofreciendo el nuevo dirigente, basada en la autocrítica, la cercanía con los humores ciudadanos, la transparencia y la rendición de cuentas. Mucho menos que, de estar plenamente decidido a transitar por esa ruta, el partido en el gobierno cuente con el tiempo suficiente para dar prueba plena de sus nuevas intenciones.

Para conseguirlo, el nuevo presidente del PRI tendría que dar cuenta pública inmediata de todos los ingresos y las gastos del partido, tanto en su estructura nacional como territorial, así como en las fracciones parlamentarias que controla; tendría que llamar a cuentas a los gobernadores que dejó hacer y deshacer durante años, sin reparos ni matices; tendría que abrir sus procesos internos de selección de candidatos al escrutinio público y bloquear las candidaturas negociadas por razones financieras; tendría que ventilar las trayectorias de sus candidatos y de sus representantes y responder al reclamo ciudadano de conocer sobre el origen lícito de sus patrimonios, sobre sus posibles conflictos de interés y sobre sus obligaciones fiscales; tendría que cancelar el uso partidario de los presupuestos públicos, y tendría que asumir que también es responsable de los resultados ofrecidos por sus gobiernos.

Dadas las condiciones del país y los medios con los que hoy contamos para verificar la coherencia entre las palabras y los hechos, la promesa de una renovación del PRI ya no alcanzaría para persuadir a nadie si no viene acompañada de un amplio conjunto de decisiones capaces de honrar ese discurso. De no ser así, sería notorio que la tarea que le habrían encomendado a Enrique Ochoa habría sido la de gestionar —no dirigir, ni encabezar— la recuperación de su partido para devolverlo a las manos del presidente Peña, ante la eventualidad de que otros líderes quieran poner sus siglas al servicio de otro grupo.

En este sentido, es inevitable preguntarse cuál será el papel que asumirá el líder caído, Manlio Fabio Beltrones, en este nuevo episodio típico del PRI. Si Ochoa tiene la misión de convencer abiertamente del cambio ofrecido en sus discursos, o si más bien le han asignado la misión de cerrar las puertas a cualquier ambición ajena a la voluntad del Presidente o, incluso, si Beltrones está llamado a recuperar esa otra tradición priísta del “tapado”. Ya nos enteraremos.

Investigador del CIDE

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