La nueva Legislatura federal debe afrontar un desafío gigantesco. No sólo por la cantidad de leyes que está obligada a redactar o modificar, sino por la trascendencia de sus contenidos. Si la Legislatura anterior modificó la Constitución en materias centrales, la recién inaugurada debe completar la tarea, emitiendo las normas que hagan posible cumplir los nuevos mandatos. Cometiendo un exceso lírico, podría decirse que las promesas hechas por los primeros, ahora deben honrarse por los segundos. Cosa especialmente cierta para los diputados.

Solamente para darle cauce a los nuevos sistemas de transparencia y de combate a la corrupción, la nueva Legislatura debe escribir o modificar más de veinte leyes, sin las cuales ambos sistemas quedarían convertidos en puro papel mojado. Y frente a ese desafío advierto al menos tres riesgos: el primero y más obvio es el de la fragmentación de las leyes, que daría al traste con la coherencia que reclama la operación articulada de esos sistemas. Si todo ese esfuerzo legal se segmenta y se troza, la reforma constitucional se vendría abajo.

De hecho, es algo que ya está sucediendo: son tantas y tan diversas las normas que deben escribirse o modificarse que la tentación de iniciarlas de prisa para llevarse las medallas correspondientes ya está rondando entre legisladores y grupos parlamentarios. Es un segundo riesgo asociado al papel que le corresponde jugar a esta nueva Legislatura: agotada la parte sexy de las reformas constitucionales, lo que sigue es trabajo rudo y mucho más difícil de trasmitir a la sociedad como innovación encomiable. Tras la ronda constitucional, la noticia más grave sería que en la hechura de la legislación secundaria, sus cometidos acabaran torcidos.

De aquí el tercero y, quizás, el principal riesgo: que en el desconcierto entre legisladores y grupos parlamentarios se produzca un río revuelto de egos y estrategias políticas, que facilite la pesca de quienes se oponen al éxito de esas reformas. A estas alturas, lo peor que nos podría suceder en estas delicadas materias es que la confusión de normas cruzadas acabe haciéndolas prácticamente inviables. Que cada quien corra con su ley propia —y sus ocurrencias y ambiciones políticas asociadas—, hasta el punto en que todo vuelva a ser negociado desde un principio.

Para tener sentido, las normas secundarias que deben escribirse durante los próximos meses han de ser subsidiarias de una política pública compartida y coherente. Pero hasta ahora, todavía no hay visos de un acuerdo parlamentario que haga eco de esa lógica básica. En los próximos días, un amplio grupo de personas y organizaciones de la academia y la sociedad civil pediremos que los tomadores de decisiones acuerden primero los contenidos explícitos de esa política pública y, sobre esa base, escriban posteriormente las leyes. Como lo dicta el manual básico: primero el núcleo y luego la periferia.

No faltará quien afirme que esas decisiones ya fueron tomadas y que las reformas constitucionales dan cuenta de esos acuerdos. Sin embargo, los detalles de operación derivados de ambos sistemas —incluyendo el rediseño jurídico de las responsabilidades asumidas por todos los servidores públicos— todavía no están en la mesa y, como sabemos de sobra, en los detalles se regodea el diablo. De modo que lo menos que puede y debe exigirse a la nueva Legislatura es un acuerdo parlamentario que honre la transparencia de sus propósitos y puntualice los objetivos que perseguirá la legislación por venir.

Creo con sinceridad que un acuerdo de esa naturaleza le daría aire fresco a la nueva Legislatura y aliento político a sus protagonistas. Esa sería su aportación principal: demostrar que, a pesar de todo, hay una cara de la política capaz de honrar los compromisos que asume.

Investigador del CIDE

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