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Hace apenas 63 años, las mujeres mexicanas fuimos consideradas ciudadanas al promulgarse el 17 de octubre de 1953 la reforma al artículo 34 constitucional que establece los requisitos para adquirir la ciudadanía mexicana, y con ello los derechos como el de votar y ser electas. Se cuenta fácil, pero llegar a ese momento requirió muchas batallas, y conquistar la ciudadanía plena requiere aún vencer muchas resistencias.
Con la reforma del 53, nos reconocieron a las mujeres “la mayoría de edad” para votar, al grado de tener la posibilidad de definir los resultados de la votación por el porcentaje mayoritario que tenemos en el padrón electoral, y por ser quienes más participamos en las elecciones. Pero el derecho a ser votadas para todo cargo de elección popular –como lo establece el articulo 35 constitucional- es un derecho que a pesar de los notables avances que se han tenido, primero con las cuotas de género y ahora con la paridad, no todas las mujeres pueden ejercer a plenitud.
A pesar de que a nivel municipal llegó desde 1947 el reconocimiento del derecho de las mujeres al voto, es ahí donde apenas las mujeres presiden el 13.8% de los ayuntamientos, hay comunidades en las que aún no dejan participar a las mujeres, y a nivel estatal, sólo hemos tenido 7 gobernadoras, una de ellas en vigor. Mientras que en el legislativo a nivel federal se tienen 42% de diputadas y 37% de senadoras, y ya hay 7 congresos locales que han alcanzado una integración paritaria. Es decir, es mayor la brecha de acceso de las mujeres en espacios ejecutivos de toma de decisiones, que en los legislativos, que son órganos colegiados donde las decisiones no recaen fundamentalmente en las mujeres.
Y aún así, si nos referimos a la conquista y efectividad de los derechos políticos, entre ellos a la de ocupar cargos de responsabilidad publica, tendremos que referirnos a los obstáculos que dificultan la participación de las mujeres en las estructuras de poder y de toma de decisiones, el más importante de ellos ahora, la violencia política hacia las mujeres, que busca limitar el ejercicio de nuestros derechos.
Sin embargo, en esta ocasión quiero abordar otra dimensión de la ciudadanía. A pesar de que el concepto de ciudadanía ha ido ampliando los derechos vinculados al concepto en sí, de manera que, si en un principio sólo se beneficiaba de ellos una pequeña élite (modelo griego-romano), más recientemente ha alcanzado una igualación considerable hacia la universalización. El punto de reflexión hacia la paridad en el ámbito de la política ha sido la revisión del concepto de ciudadanía, bajo la consideración de que la sociedad se compone por igual de mujeres y hombres, y en consecuencia, ambos debemos estar representados en porcentajes iguales. No se trata únicamente de cubrir una cuota mayor de cargos políticos a favor de las mujeres, sino de reconocer la igualdad entre mujeres y hombres, de manera efectiva y en un sentido amplio.
Como dice la política-filosofa española Carmen Alborch, “cuando hablamos de ciudadanía no se trata sólo de una nueva mirada sobre el espacio de convivencia donde se organizan nuestras vidas, sino del espacio donde se ejercitan nuestros derechos y libertades, donde el uso y el reparto del tiempo y del espacio son determinantes para nuestra calidad de vida.” Porque para alcanzar la plena ciudadanía es preciso propiciar el cambio de las condiciones de vida de las mujeres. Las necesarias transformaciones culturales, los cambios de mentalidad, el cambio de los procesos de socialización, se precisan reformas legales e impulsos políticos para logarlo. Para eso queremos paridad en el poder público.
Citando de nuevo a Carmen Alborch, hablar de ciudadanía “desde el feminismo implica seguir debatiendo, reflexionando, realizando propuestas sobre el mundo que queremos, porque todo nos incumbe, desde los valores, la utilización de la riqueza y la energía hasta cómo organizar nuestras vidas, nuestras relaciones, nuestros espacios”. Ese es el tipo de ciudadanas que queremos ser, y aún hay mucho camino por recorrer.
Senadora ciudadana