Abrazo a Claudia RM

Días antes de tomar posesión, el presidente electo Gustavo Díaz Ordaz visitó al presidente Johnson en su rancho en Texas. Es el lugar donde Johnson nació, vivió, murió y donde descansan sus restos. En aquellas ocasión (12 de noviembre de 1964), acompañó a Díaz Ordaz don Antonio Carrillo Flores, un respetado jurista. Carrillo Flores era el embajador de México en Washington. Lo nombró el presidente Adolfo López Mateos a pesar de que don Antonio trató de disuadirlo:

(ALM) —Don Antonio he tomado la decisión de designarlo embajador ante el gobierno de Estados Unidos.

(ACF) —Señor Presidente, le agradezco la deferencia, pero permita explicarle las razones por las que no puedo acceder y acepte mi disculpa—. Don Antonio enumera razones personales, cuestiones familiares, los libros pendientes, sus conferencias, su apego a la tierra.

(ACF) —Señor Presidente, además mire, ni siquiera mi imagen tiene que ver con lo que se espera de un embajador. Yo soy un hombre de libros, no de hechuras diplomáticas.

(ALM) —Ya está decidido don Antonio y no tengo duda que hará un gran papel. A mi me puede decir que no, pero sé que jamás lo haría con la patria.

Don Antonio fue embajador. Trabó una amistad familiar con Lyndon B. Johnson. Éste había sido líder del Senado, vicepresidente y después presidente de Estados Unidos, al asesinato de John F. Kennedy.

En la visita de Díaz Ordaz, Johnson estaba agobiado, con problemas de política interna agravados por las dificultades de Vitenam, guerra que había iniciado. Antes de la barbacoa que habían preparado para el presidente mexicano y comitiva, Johnson no dejó nunca vacío su vaso de Cutty Sark con soda. Con frecuencia procuraba brindis invitando a Díaz Ordaz. El mexicano, proverbialmente poco afable y particularmente perspicaz, al ver la insaciable sed de Johnson y sus intenciones de emborracharlo, tuvo cuidado. Como se dice, se dedicó a “fichar” al presidente estadounidense.

Johnson, ya encarrerado con el whiskey, le pidió a Díaz Ordaz que nombrara a su amigo Antonio Carrillo Flores, secretario de Relaciones Exteriores. Lo hizo con tal insistencia y necedad etílica, que el presidente electo mexicano le pidió a don Antonio, que servía de interprete, que advirtiera al presidente Johnson que dejara de insistir en su exigencia o daría por terminada la visita.

Don Antonio, apenado por el incidente, trató de cumplir con la encomienda de la mejor manera. La reunión terminó finalmente y don Antonio se fue a dormir con la certeza de que si había alguna posibilidad de ser nombrado canciller, la necedad de Johnson la había cancelado.

A las tres semanas, Díaz Ordaz anunció que Antonio Carrillo Flores sería el secretario de Relaciones Exteriores. Don Antonio realizó nuevamente una espléndida labor, como todo lo que emprendió en su vida. Fue crucial su amistad con Johnson para favorecer la relación entre Estados Unidos y México. Entre lo más relevante estuvo la culminación de la centenaria disputa sobre el territorio del Chamizal entre Ciudad Juárez y El Paso. Díaz Ordaz y Lyndon Johnson, ya sin Cutty Sark, promulgaron en 1967 el acuerdo de la devolución a México de 2.4 kilómetros cuadrados.

Ahora sin aquel glamour, ni Trump es Johnson, ni Videgaray es Carrillo Flores. En un momento por demás complicado para el país y particularmente para la relación México-EU, la percepción social es que un (próximo) presidente de EU impuso al secretario de Relaciones Exteriores.

Al ocurrir la renuncia de Luis Videgaray a Hacienda, después de la visita de Trump a México, se creyó que se trataba del reconocimiento del error de haber invitado a México y darle trato de jefe de Estado a quien lleno de insultos al país y amenazó con inflingirle un grave daño económico, como ahora ya empezó a hacerlo. La designación de ayer deja el mal sabor de confirmar, una vez más, que el presidente Peña Nieto no lleva las riendas del poder, sino el ministro que regresa al escenario, en lo que, por lo pronto, es el peor momento del sexenio.

Investigador nacional SNI.
@DrMarioMelgarA

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