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¿Por qué un gobierno nombra como subsecretario de Participación Ciudadana a un político que no conoce a las organizaciones con las que va a trabajar y que incluso tiene mala fama?, ¿por qué una procuraduría —ante unas denuncias de corrupción— investiga y detiene al denunciante y no al acusado?, ¿por qué un secretario de la Función Pública se atreve a mentir en sus conclusiones sobre un conflicto de interés del secretario de Hacienda, al decir que pagó su casa a un proveedor cuando no era funcionario, cuando la evidencia muestra que no fue así? La respuesta a esas y muchas otras preguntas es la misma: Porque pueden.
La crisis política que hoy vivimos tiene una explicación muy sencilla: el gobierno no responde a la ciudadanía porque la experiencia le ha demostrado que no es necesario. A este gobierno le pasó lo peor que le pudo haber pasado… y no le pasó nada. Y por eso actúa, cada vez más, con menor preocupación ante la opinión pública.
Al gobierno del presidente Peña Nieto le desaparecieron a 43 estudiantes y no fue capaz de conducir una investigación confiable; a la esposa del presidente le descubrieron que vivía en una casa propiedad de un proveedor de su gobierno y no pasó nada; el secretario de Hacienda pagó su casa al mismo contratista, en condiciones mucho mejores que las de mercado, y salió exonerado luego de una autoinvestigación del gobierno federal; al secretario de Gobernación se le escapó el narcotraficante más buscado del mundo y no le costó el trabajo. Y así podríamos seguir.
Los actuales gobernantes descubrieron que su permanencia en los cargos no depende de los resultados que obtengan sino de los acuerdos políticos que los sostienen. Y eso nota en cada uno de sus actos. Porque desde el gobierno saben que la oposición es cómplice o no tiene fuerza. El malestar social no tiene líderes reales y las instituciones están controladas o no tienen la capacidad real de sancionar a quienes actúan mal.
Hoy en México los castigos no dependen de las leyes sino de la voluntad del poder. Por eso cayó Elba Esther pero no Romero Deschamps; por eso algunos gobernadores pueden ser perseguidos pero otros saben que nunca les pasará nada. Porque la justicia es un arma política, no un sistema que regule las conductas de todos.
¿Qué hacer ante este panorama? Abrir las puertas y permitir que otros lleguen a ayudar a limpiar la casa. Lo hicieron en Guatemala y lo hemos hecho indirectamente con el caso Ayotzinapa y ahí están los resultados. Porque cuando viene alguien de afuera es posible tener cambios reales y no una mera simulación como solemos hacer en México.
Es obvio que esta propuesta les saca ronchas a muchos. Cuando se tiene un sistema que garantiza la autoprotección, no hay razones para cambiar las reglas. Por eso ya empezamos a escuchar que hay políticos que se oponen a cualquier presencia internacional y se envuelven en el discurso de la soberanía, como si la bandera fuera el manto que cubre con impunidad a los políticos.
Sin embargo, cada vez son más las voces que hablan de la necesidad de buscar instrumentos en el derecho internacional que permitan combatir la corrupción y los abusos en México, mecanismos que se han probado en otras partes del mundo para reconstruir la confianza, para acabar con el uso discrecional de las procuradurías, para construir un país en donde los funcionarios asuman las consecuencias de sus actos.
El camino no será sencillo. Las resistencias son muchas pero es una luz para empezar a transformar este sistema político que hoy no permite ninguna transformación real. La batalla será muy dura pero ya hay al menos una propuesta de salida a esta crisis. Ya veremos si avanza o si el sistema es capaz, una vez más, de frenarla.
Politólogo y periodista.
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