Ayer el Congreso, a través de la Comisión Permanente, formalizó la Declaratoria de la Reforma Constitucional de la Ciudad de México.

Ese acto simboliza la trascendencia del pacto federal en la vida política del país, al tiempo que hace visible una deficiencia que ese arreglo sufrió en el caso mexicano: Conforme lo dispone la Carta Magna, para emitir una Declaratoria no basta que las propuestas de reforma sean aprobadas por dos terceras partes de los legisladores federales presentes. Es necesario, también, que sean validadas por “la mayoría de las legislaturas de los estados”. La capital no participa en la decisión, pues no goza de esa atribución. Ni siquiera lo hizo en el caso de una reforma que le afecta en forma sustancial, como lo es está que sepultará al Distrito Federal para ver nacer a la Ciudad de México.

Esa evidente inconsistencia esquematiza un desafío que nuestro federalismo ha acarreado por años: la exclusión del Distrito Federal. Que la ciudad sea asiento de los Poderes de la Unión ha implicado, para más de ocho millones de capitalinos, derechos diferentes que los que se pueden ejercer en otras partes del país. A diferencia de lo que ocurre en los 31 estados, quienes vivimos en el DF no organizamos nuestra convivencia política a partir de una Constitución redactada localmente, lo hacemos en función de un Estatuto de Gobierno aprobado a nivel federal. De hecho, hasta fines de los años noventa, no elegíamos al jefe de Gobierno.

Contrario a lo que pasaba en el DF, la legislatura de la Ciudad de México podrá modificar su propia Constitución. Además, los capitalinos podremos decidir en cuántas demarcaciones territoriales (delegaciones) dividir el territorio, así como la organización administrativa y facultades de las alcaldías que les gobernarán. La existencia de concejales electos a partir de principios de mayoría y proporcionalidad, imprimirá pluralidad a las decisiones adoptadas en cada demarcación. Será ahora el jefe de Gobierno quien designe y remueva al mando de la fuerza pública de la ciudad, aunque el Presidente mantiene su atribución de removerlo por causas graves.

Pero a decir verdad, la reforma a la Constitución del país dice poco sobre cómo se organizará la Ciudad de México. Las definiciones fundamentales serán objeto de una Constitución local que deberá ser redactada por una Asamblea Constituyente integrada para tal propósito. El reto no es menor, si se considera que la nueva Constitución deberá reflejar los valores de una Ciudad que ha sido referente por su carácter progresista, su pluralidad política y su reconocimiento a la diversidad social y cultural.

De ahí la importancia que tiene la integración de la Asamblea Constituyente que redactará la nueva norma suprema. Sorprende que 34% de los integrantes sean designados por los poderes federales (40).

En cuanto a los 60 constituyentes electos, llama la atención que no se hayan incorporado explícitamente las reglas de paridad previstas en el artículo 41 constitucional y que operan en los procesos electorales del DF; y que el registro de independientes privilegie la velocidad en la obtención de firmas por encima de su cantidad.

Por la naturaleza federalista del proceso, resulta asombroso que la atribución de convocar a la elección haya sido conferida a la autoridad nacional (INE). En todo caso, habrá que esperar a la emisión de la convocatoria para saber cómo se resolvieron los muchos dilemas que el Séptimo Transitorio Constitucional dejó sin precisar, así como la participación que, en su caso, tenga el Instituto Electoral del Distrito Federal en la organización o difusión de la elección.

Difícil será la integración del Constituyente, así como complejos serán sus trabajos. El resultado será histórico, aunque probablemente también perfectible. Lo relevante, en todo caso, es que la Ciudad de México contará, ahora sí, con el poder de cambiar sus propias reglas y con instituciones capaces de hacerlo.

¡Bienvenida Ciudad de México!

Magistrada del TEPJF

carmen.alanis@te.gob.mx

@MC_ alanis

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