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La universalidad de los derechos humanos es un principio rector que rige su interpretación y aplicación. Una de sus manifestaciones es el reconocimiento del derecho a la igualdad, previsto en cartas constitucionales e instrumentos internacionales.
Pero una declaración de igualdad no constituye más que un pronunciamiento formal, pues el piso sobre el cual nos paramos todas las personas no es parejo. La realidad, terca como suele ser, ha evidenciado que existen muchas personas excluidas del pleno ejercicio de sus derechos, como consecuencia de cuestiones como su color de piel, lengua, origen nacional, religión, orientación sexual o sexo.
Así, ser diferente tiene consecuencias jurídicas, las cuales pueden ser intencionales o estar implícitas. Y a causa de esas diferencias, se han erigido barreras que excluyen a las personas de alcanzar los niveles mínimos de una vida digna, o de contar con oportunidades que les permitan diseñar y cumplir sus proyectos de vida. La falta de entendimiento de las diferencias, y el diseño de normas e instituciones con base en puntos de vista parciales, ha terminado por avasallar a ciertos grupos que, por ello, se encuentran en una situación de vulnerabilidad.
La igualdad debe ser real, sustantiva. Si alguien quiere edificar y el piso es disparejo, debe emparejarlo o sentar cimientos que permitan superar la adversidad que representa ese desnivel. Lo mismo ocurre con los derechos humanos.
El Estado, el Derecho, nuestras reglas e instituciones no son más que creaciones culturales. Es lo mejor que se nos ha ocurrido como sociedad para vivir en paz y en armonía, o en lo más cercano posible a ambas. Para que nuestras edificaciones culturales se sostengan y perduren, deben construirse sobre un piso parejo.
Pero, ¿cómo hacemos para nivelar el piso? Una opción sería eliminar las diferencias, pero con ello eliminaríamos parte de la esencia de nuestra humanidad, que es la capacidad de ser distintos gracias a nuestra libre autodeterminación. Surge así un camino distinto: el reconocimiento de derechos específicos para grupos en situación de vulnerabilidad y la adopción de medidas especiales para revertir condiciones de desigualdad que, tradicionalmente, han subyacido en nuestra sociedad.
Por supuesto que estos derechos y medidas no pretenden generar un beneficio indebido para sus destinatarias y destinatarios, sino dotarles de herramientas mínimas que, con base en el reconocimiento y apreciación de sus diferencias, les permitan contar con las mismas oportunidades que cualesquiera otras personas, para gozar de una vida digna y desarrollar sus proyectos de vida.
Mucho se ha hablado recientemente sobre la perspectiva de género y la de interculturalidad. Ambas buscan obligar a las y los operadores jurídicos —y a las autoridades en general— a cuestionar si en los casos en los que intervienen (o que son sometidos a su conocimiento) existen situaciones de desigualdad o normas aplicables que no sean verdaderamente neutrales. Esta conducta conlleva una actitud de rechazo a desigualdades que se traduzcan en injusticias.
La dignidad humana nos caracteriza a todas y a todos, y es condición suficiente para que se nos reconozcan y tutelen plenamente todos nuestros derechos. Nuestras diferencias no nos hacen menos personas, ni nos dividen en categorías; simplemente reafirman nuestra autonomía y enriquecen la vida.
Esa es la lente que las juzgadoras y juzgadores debemos de utilizar al resolver cada caso en particular que involucren a una persona o grupos de personas que, tradicionalmente, son discriminados.
Magistrada del TEPJF
@MC_alanis
carmen.alanis@te.gob.mx