El Estado, la unidad política predominante en el orden mundial, supone la suma de un territorio, una población y un gobierno. Sin embargo, el Estado-nación presupone la equivalencia de un Estado con una nación. Hoy en día se reconocen 200 Estados, cuyas tierras y mares abarcan prácticamente todo el planeta, pero también se reconoce la existencia de más de 6 mil naciones, entendidas éstas, según el politólogo José Álvarez Junco, como “un grupo de individuos que creen compartir ciertos rasgos culturales y viven sobre un territorio que consideran propio”.

Así las cosas, aritméticamente no puede existir una coincidencia entre el número de Estados y el número de naciones, lo que obliga a la mayor parte de los Estados a ser multinacionales, multiculturales, políglotas e incluyentes, si no quieren desmembrase. Los tiempos en que una sola raza, ideología o religión constituían el eje de cohesión de un Estado han quedado en el pasado.

Esta discusión podría ser meramente teórica si no fuera porque buena parte de los conflictos actuales, que afectan a pueblos enteros, devienen de la ausencia de Estados capaces de integrar en una unidad las aspiraciones de todos los que viven en su territorio. En algunos casos, como Escocia en Gran Bretaña o Cataluña en España, los reclamos se canalizan a través de referéndums y negociaciones, con proclamas y argumentos, no con las armas.

En otros casos el conflicto entre individuos que se consideran parte de naciones distintas se convierte en un modus vivendi, como sucede en Israel, lo que genera tensión permanente y caldo de cultivo para la violencia. No parece ser el mejor modelo.

En otros, los conflictos no resueltos entre nacionales de un mismo Estado se convierten en detonadores de problemas mayores cuando interactúan con otros escenarios. Es el caso en Turquía, donde la minoría kurda, asignatura pendiente del Estado turco, reaparece como un tema central a partir de la presencia del llamado Estado Islámico en el territorio de sus vecinos.

Y qué decir del llamado califato islámico, instalado en territorio de Siria e Irak, donde se aglutinan seguidores de múltiples nacionalidades cuyo único eje de cohesión es el fundamentalismo islámico. Su territorio, gobierno y población no tienen reconocimiento en el orbe internacional y sin embargo existen gracias al radicalismo islámico surgido en Irak, a la lucha entre identidades al interior del mundo musulmán, a la incapacidad del Estado sirio para controlar su territorio y al choque entre intereses de Estados aledaños, como Irán, Arabia Saudita y ahora Rusia.

Es un hecho que entre más nos movemos de Europa los conflictos entre identidades nacionales son más complejos, violentos y con menores visos de solución. Es el caso de Israel, de Turquía, Siria o Irak.

Pero no todo son malas noticias. La mezcla de desigualdad económica y conflictos de identidades nacionales que ha generado una de las mayores olas migratorias hacia Europa, ha obligado a los miembros de la Unión a adoptar nuevas posturas. La reacción no ha sido homogénea Algunos gobiernos, atrapados en el pasado, han enarbolado el nacionalismo defensivo, como si esto les otorgara inmunidad frente a la globalización. Pero otros, como Alemania, Gran Bretaña e Italia, parecen acercarse más a una nueva visión de Estado en la que el reto es aceptar a los inmigrantes con sus distintos orígenes e identidades y formar una nueva amalgama nacional.

Todo parece indicar que en el siglo XXI la fortaleza de los Estados dependerá cada vez más de su capacidad para integrarse como entidades políticas multinacionales, que de pertrecharse en nacionalismos excluyentes, cada día más obsoletos.

Director de Grupo Coppan SC.

lherrera@coppan.com

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