Hace unos días tuve la oportunidad de asistir a la presentación del reporte “Prevención del delito en México ¿cuáles son las prioridades?” elaborado por la organización México Evalúa, un centro ciudadano de pensamiento y análisis que se enfoca en la evaluación y el monitoreo de la operación gubernamental para elevar la calidad de sus resultados. El reporte en mención evalúa dos años de operación del Programa Nacional de Prevención del Delito (Pronade), una de las piezas de la actual administración para reducir la violencia y la inseguridad en México.

En otro atril, pero en la misma orquesta, la organización Mexicanos Primero, cuyo propósito es promover la corresponsabilidad y la participación de los ciudadanos para mejorar las políticas públicas, la transparencia y la rendición de cuentas del sistema educativo nacional, recolectó hace unas semanas cerca de 50 mil firmas —la del suscrito incluida— para manifestar el desacuerdo ciudadano con la decisión del gobierno federal de dar marcha atrás a los exámenes de evaluación de los maestros.

Escarbando en mi memoria de las últimas décadas, encuentro que aún no he conocido a un político mexicano verdaderamente convencido de que las organizaciones sociales sean un actor decisivo y útil para el buen gobierno, y que actúe en consecuencia. Cuando estos actores son discretos, silenciosos y evitan la confrontación, son tolerados y hasta invitados a los eventos oficiales. Sin embargo, en innumerables casos, sean periodistas, intelectuales, académicos u organizaciones sociales “independientes”, las dos partes terminan en la pista “es mejor un mal arreglo que un buen pleito” y ahí entra en acción la cooptación a través de dádivas y apoyos diversos, con la sola condición de que sus críticas se dirijan a otro blanco. En otros tiempos esta era la única forma de sobrevivir.

Tampoco a los políticos mexicanos les atrae la idea de los centros de pensamiento. La razón es muy simple. El análisis profesional de las políticas públicas toma en cuenta para su evaluación y recomendaciones los avances y resultados a partir de los objetivos y metas planteados por sus responsables. Sin embargo, no toman en cuenta los márgenes para la manipulación política de los programas, las adjudicaciones amañadas o francamente dolosas de contratos y otras artimañas en el quehacer de gobierno que por arte de magia convierten sentidas declaraciones y atractivos programas, en simulaciones o fracasos.

Tampoco les gusta a los políticos que llegan a servidores públicos, sin mérito y perfil para desempeñar una función, sentarse a la mesa con alguien que realmente sabe. Ellos “son la autoridad en la materia” e incluso se llegan a creer que la experiencia y las habilidades vienen con el nombramiento. Es por ello que en México los centros de pensamiento, que se crean para apoyar el diseño de políticas públicas, se cuentan casi con los dedos de las manos.

Las organizaciones en mención son una muestra de actores sociales que actúan en el marco de la ley —no confundir con activistas radicales. Consiguen sus propios recursos en fuentes distintas a los actores gubernamentales. Seleccionan a sus perfiles por sus atributos profesionales y sus virtudes ciudadanas. No buscan la confrontación, pero son firmes en sus posiciones. No negocian el análisis científico por ganarse la simpatía de sus destinatarios. Su propósito último es coadyuvar con sus aportes a la buena administración y al buen gobierno. Son hombres y mujeres que han dejado al derechohabiente atrás para darse su lugar como ciudadanos.

Una asignatura pendiente en esta ruta. ¿Cómo involucrar al ciudadano común en este esfuerzo? ¿Cómo lograr que en estas evaluaciones y diagnósticos participen beneficiarios de los programas y miembros de la comunidad? ¿Cómo convertir este modelo de comportamiento, todavía de pocos, en un hábito ciudadano? ¿Se trata de domar comportamientos o de fortalecer la conciencia y el actuar ciudadanos?

Director de Grupo Coppan SC.
lherrera@coppan.com

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