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Las democracias son representativas desde el momento en que quienes están a cargo de sus instituciones son electos por el voto directo o indirecto de los ciudadanos. Desde la constitución del Estado-nación, en el siglo XVIII, se institucionalizaron tres poderes: al Legislativo le corresponde poner las reglas; al Ejecutivo gobernar acorde con esas reglas y, al Judicial, hacer que las reglas se cumplan, entre ciudadanos, entre poderes y entre poderes y ciudadanos. Los politólogos le llaman sistema de contrapesos, en contraposición a los gobiernos absolutistas, en los que la palabra del gobernante es ley, gobierno y sentencia.
Una vez transcurrida la fase de democracia electoral, los gobiernos están obligados a la democracia institucional. Esto es, a respetar las atribuciones y facultades de cada una de las instituciones democráticas del Estado. En el momento en el que se viola esta regla, la democracia pierde uno de sus componentes sustantivos.
En los sistemas presidencialistas, por tradición o por ignorancia, políticos y ciudadanos, en un porcentaje más allá de lo deseable, tienden a pensar que una vez ganadas las elecciones, el presidente es quien todo lo puede, menospreciando el peso de los otros Poderes.
Una forma de evaluar la calidad de una democracia es precisamente por el funcionamiento del sistema de pesos y contrapesos. Venezuela y EU nos ofrecen dos casos paradigmáticos. En ambos países los actuales jefes de gobierno comparten la idea de que el presidente puede remodelar el proyecto de nación a partir de su visión personal. La principal diferencia estriba en que en uno funciona la dinámica de pesos y contrapesos y en el otro es pura ficción.
El presidente Trump, impulsivo y poco informado, ha lanzado un sin número de iniciativas acordes con su visión muy particular, que se han visto obstaculizadas una y otra vez, sea por el Congreso, el Poder Judicial o los poderes estatales. Su frustración es creciente. Seis meses de gobierno le han enseñado que el poder del presidente tiene límites, marcados por la ley, por la política y por la opinión pública. El desconocimiento de esta realidad, lejos de incrementar su poder, lo ha reducido. Su popularidad ha decrecido y su liderazgo es francamente cuestionado. La democracia institucional funciona.
Venezuela es un caso muy distinto. Desde el arribo del gobierno de Hugo Chávez, en 1998, el Ejecutivo ha buscado la forma de limitar y cooptar a los otros Poderes, rompiendo con ello la regla básica de la democracia institucional. Poco a poco se fue apropiando de la voluntad del Legislativo, del Judicial y de los órganos electorales. También de los medios de comunicación, tocando así otra de las aristas más sensibles de la democracia: la libertad de expresión. En la vertiente de la democracia electoral, cerró los márgenes de participación. Cuando esto no fue suficiente, desconoció la Constitución para hacer una a su medida. Vació la democracia institucional de sus contenidos. Sólo se quedó con el cascarón.
Dicen los que saben que el único antídoto efectivo contra los malos políticos son las instituciones democráticas robustas, lo que explica muchos casos en los que, a pesar de los malos gobiernos, las naciones siguen su curso sin mayor quebranto. La democracia estadounidense muestra el músculo de sus instituciones. Si Trump pretende seguir en el poder, tendrá que vivir con ello.
En México existe una enorme preocupación por quien será el próximo presidente. Sin embargo, lo grave es seguir pensando que el presidente es quien marca el rumbo del país, cuando en una nación democrática son todas las instituciones del Estado las responsables de esta tarea. La obsesión por la figura presidencial nos lleva a descuidar lo que precisamente constituye la principal diferencia entre Venezuela y EU: es la fortaleza de las instituciones democráticas lo que hace la diferencia entre una democracia funcional y una democracia de cascarón.
Consultor en temas de seguridad
y política exterior.
lherrera@ coppan.com