A los demócratas venezolanos
La llamada Primavera Árabe generó una efervescencia política sin precedente en ese mundo. En Túnez, Libia y Egipto, significó la caída del gobierno autoritario. En Omán y Bahréin, los gobiernos debieron hacer importantes concesiones para mantenerse en el poder. Con altibajos, estos países siguen buscando formas más democráticas de gobierno y mantienen niveles mínimos de estabilidad y gobernabilidad. En ninguno de estos casos el conflicto desembocó en guerra civil.
La única excepción fue Siria, país sin tradición democrática, en donde el gobierno autocrático respondió a la efervescencia política con mano dura y sin concesión alguna. Con una organización política incipiente, la oposición se convirtió muy pronto en movimiento armado. Después de cinco años Al-Asad se mantiene en el poder a costa de la descomposición profunda de la nación: medio millón de muertos, diez millones de desplazados y cinco millones de expatriados.
Venezuela es un caso distinto. Un país rico y con larga tradición democrática. Sin embargo, en 1998, el desgaste de los partidos y políticos tradicionales abrió el espacio para el arribo al poder de un líder militar populista que portaba como escudo un artificio histórico: la revolución bolivariana. Hugo Chávez llegó al poder por la vía electoral.
Desde sus inicios la revolución bolivariana planteó la repartición de la riqueza entre los estratos menos favorecidos. Y su popularidad fue creciendo, inversamente proporcional a la productividad y la generación de riqueza. Y la gallina de los huevos de oro se fue desgastando. Nadie se ocupó de darle de comer.
El deterioro de la situación económica y social, en buena medida originado en la ineficacia y la ineptitud gubernamental, generó un creciente descontento entre distintos sectores de la población que, con tradición democrática, han buscado el cambio por las vías institucionales.
La respuesta del régimen a estos reclamos fue la expropiación paulatina del andamiaje institucional del Estado por parte del Ejecutivo que fue tomando el control de órganos legislativos, electorales y judiciales. Las trabas para la participación de la oposición política se incrementaron en forma exponencial en los últimos quince años.
En 2013 muere Chávez. Su sucesor, Nicolás Maduro, no sólo no tiene el carisma de su líder; él y su equipo carecen de virtudes para mejorar la situación económica, conciliar con la oposición política, resolver la grave crisis de inseguridad o mejorar las relaciones con el exterior. Y la gallina de la abundancia se convirtió ya en la gallina de la precariedad.
En diciembre 2015 la oposición logra mayoría en la Asamblea Nacional. Un año después, el Tribunal Supremo de Justicia, controlado por el Ejecutivo, declara a la Asamblea Nacional en desacato y transfiere sus poderes al Ejecutivo. Para que no quede duda, en esta crisis Maduro anuncia que armará a un millón de milicianos —adicionales a las fuerzas armadas, policiales, paramilitares y a los círculos bolivarianos— para defender al gobierno. ¿Contra quién? No existe una rebelión armada, ni siquiera existen terroristas internacionales en Venezuela.
Desde la perspectiva de la democracia, el buen gobierno y el bienestar de la nación, Maduro no merece estar un minuto más en el poder. Su gestión ha sido desastrosa y la revolución bolivariana un fracaso. La gallina esta desahuciada.
La oposición sigue actuando por las vías institucionales. Maduro, en lugar de conciliar, decide confrontar. Desde su prisma, cualquier oposición, interna o externa, está equivocada. Ahora decide sacar a Venezuela de la OEA. ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar? ¿Hasta cuándo los demócratas podrán aguantar? ¿O es que el baño de sangre ya inició?
Especialista en temas de seguridad y
política exterior. lherrera@coppan.com