El 5 de abril militares sirios lanzaron armas químicas sobre la población de Jan Sheijun: murieron 83 personas, entre ellos 27 niños y 17 mujeres. Desde que inicio el conflicto en Siria (2011) han muerto más de 400 mil personas. Diez millones han debido abandonar sus hogares y cinco millones han buscado refugio en el exterior.

Bashar al-Assad, heredero del poder de su padre que gobernó de 1963 a 2002, ha convertido Siria en un inferno. Frente a la oposición política ha optado por el uso extremo de la fuerza para no perder un país considerado patrimonio familiar. La búsqueda de su objetivo lo ha convertido en genocida.

En su desafortunado transitar, además de la estela de muerte y destrucción, perdió la mitad del territorio en manos del Estado Islámico. Sus relaciones con el exterior se acotan a Rusia, Irán y Turquía, cuyos gobiernos ven en este desastre el alcance de objetivos geopolíticos, económicos o religiosos. Nadie está ahí por razones humanitarias.

En el siglo XX, a pesar de todas sus imperfecciones, la ONU actuó en distintos escenarios en donde el genocidio era inminente, como sucedió en los Balcanes y en algunos países africanos. La intervención humanitaria tenía un sentido y las potencias occidentales arriesgaban capital político, económico y militar, para reivindicar valores que se consideraban universales: la vida humana, garantías individuales y gobiernos representativos.

En el siglo XXI eso ya no sucede. La Rusia de Putin decidió retomar las pretensiones imperiales históricas, como lo mostró en Crimea y Ucrania. Luego se convirtió en el principal aliado de Al-Assad. Combatir a los terroristas internacionales le sirvió de pretexto para entrar a Siria. Ante la retirada estratégica de Estados Unidos en 2013, a pesar del uso comprobado de armas químicas, Putin se ofreció a presionar a Al-Assad a entregar la totalidad de sus arsenales químicos. En 2014 Siria entregó su arsenal químico y sin embargo los ataques con estas armas continuaron. El reporte 2016 de la máxima autoridad internacional en armas químicas señala que el gobierno de Al-Assad sólo reportó 19 de las 25 instalaciones con armas químicas.

Desde la entrada de tropas rusas a Siria —en septiembre de 2015 y que actualmente se estiman en 5 mil efectivos— se ha denunciado una y otra vez el uso de esas fuerzas no para el objetivo declarado de combatir al ISIS, sino para apoyar a Al-Assad en contra de sus opositores. Pensando que el resto del mundo es igual que Rusia donde las mentiras oficiales se convierten en verdades cotidianas, Putin intentó neutralizar las denuncias internacionales argumentando que las armas químicas estaban en manos de la oposición y que se dispararon cuando el ejército destruyó un almacén. Ni siquiera Donald Trump compró su historia.

No conforme con todas esas mentiras y encubrimientos, Putin presentó muy indignado una denuncia en contra de EU en la ONU, por haber atacado a un país soberano sin razón ni mandato que lo justificara. Esta última pantomima ofendió lo suficiente a Trump como para poner a su homólogo en un dilema ¿Estás con Siria, Irán y Hezbolah o con EU?

Esta penosa historia nos lleva a conclusiones preocupantes. Primera, las dos superpotencias con capacidad para actuar en Siria tienen poder militar, pero de estrategia política diplomática, ni hablamos. Segundo, los líderes de estas dos potencias son todo menos confiables. Putin, por mentiroso y encubridor, que no es ninguna novedad. Trump, por su escasa o nula idea de cómo usar el poder no para crear problemas sino para generar soluciones. La comunidad internacional organizada está en uno de sus peores momentos. Siria se ha convertido en la muerte anunciada de una nación, mientras el mundo parece girar sin rumbo y sin timón.

Especialista en temas de seguridad
nacional y política exterior.
lherrera@ coppan.com

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