Si alguien pretendiera escribir una historia de ciencia ficción en la que un presidente busca imponer su visión por encima de leyes, instituciones, consensos internos y acuerdos externos, difícilmente se acercaría a lo que ha hecho Donald Trump en solo 10 días, lapso en el que ha comprado más pleitos que un lobo en un rebaño de ovejas. Sus embates iniciaron contra México, pero días después acometió a la Unión Europea, a los miembros de la OTAN y poco después a los ciudadanos y gobiernos de siete países de mayoría musulmana. Y justo a los diez días la fuerza aérea estadounidense realizó un ataque contra presuntos terroristas en Yemen, en atención a una directiva del nuevo presidente. Su flamante embajadora en Naciones Unidas le hizo eco: tomaremos nota de todos los que no apoyen a Estados Unidos. Como están las cosas, más le convendría anotar a los que están con el actual gobierno, terminará mucho más rápido. A nadie le gusta que lo insulten en su cara, ni en lo individual ni en lo colectivo.

Al interior de Estados Unidos el desconcierto no es menor. Altos funcionarios de carrera del Departamento de Estado han renunciado o han expresado su clara oposición a las medidas anunciadas en contra de México y de la comunidad musulmana. Los servicios de inteligencia tampoco deben estar muy contentos después de que su flamante jefe dijo confiar más en Julian Assange, líder de Wilkileaks, que en ellos. Más de un general del ejército ha pedido su retiro anticipado. El vocero presidencial ha descalificado una a una las críticas y las expresiones de oposición, sean de oficiales o de ciudadanos. A la prensa le ha respondido que mejor debían cerrar la boca.

Estados Unidos no es un pequeño país perdido en la periferia del mundo. Se trata de la primera potencia mundial, durante un siglo líder del liberalismo político y económico. A nivel interno, y para mala fortuna del señor Trump, la mayoría de los estadounidenses están acostumbrados a las garantías individuales, la libertad de expresión, el diálogo, la negociación y las formas democráticas de gobierno. Estados Unidos dista de ser la Rusia de Vladimir Putin.

Quienes observamos el quehacer político asumimos que los gobernantes actúan con una racionalidad que emerge del interés nacional del país que representan, interés nacional que en las democracias se define con la participación de múltiples actores. Ese es el modelo, pero no necesariamente la realidad. Donald Trump es ahora la excepción que confirma la regla. En su comportamiento refleja la ausencia de virtudes básicas de un buen gobernante: respeto, diplomacia, prudencia, cortesía o empatía, palabras que seguramente no aparecen en su diccionario. Tampoco negociación o conciliación, las principales virtudes del buen político.

Este escenario en el país vecino hace recomendable tomar las cosas con calma y no precipitarse. Cuando alguien abre simultáneamente múltiples frentes de batalla, lo más probable es que pierda la guerra. En ese caso, no conviene comprar las provocaciones, engancharse o engordarle el caldo al adversario. Sólo dejarle en claro que somos y pensamos distinto. Segundo, no buscar una negociación con quien pretende ajustar la realidad exclusivamente a sus intereses. Mientras no existan señales claras de que los intereses de ambas partes son igualmente considerados, mejor no sentarse a la mesa. Tercero, esta historia, que desafortunadamente no es ficción, ha puesto en evidencia la necesidad de una reflexión estratégica de fondo respecto del futuro de México en el escenario —que hace poco tiempo parecía imposible— de un gobierno en el país vecino sin interés en trabajar con México y con los mexicanos. Sin duda, de todos los retos, este es el más importante.

Especialista en temas de seguridad y política exterior.
lherrera@ coppan.com

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