Sócrates fue juzgado y sentenciado a muerte en el siglo IV a.C. por varios delitos. Uno de ellos, la herejía. Su pecado fue pregonar entre los helénicos que no se debía responsabilizar a los dioses por las acciones de los hombres. Que cada ser humano debía asumir los efectos de sus actos. Llevó la coherencia al extremo de aceptar sin protestar la sentencia de los tribunales en consecuencia de sus actos.

Una vez aparecida la Iglesia católica, y seis siglos después el Islam, prevaleció la doctrina de las dos espadas, la espiritual y la terrenal. La espiritual por encima de la terrenal. Los papas coronaban a los reyes y la última opinión sobre los asuntos terrenales la tenía la Iglesia. En las sociedades islámicas, la Sharia, la ley religiosa, marca la orientación, límites y alcances de las ordenanzas civiles.

Al paso de los siglos, las entidades políticas occidentales evolucionaron, se volvieron laicas y plurales. El poder del Estado se separó del poder de las Iglesias. En México sucedió en el siglo XIX con la reforma juarista.

Interesante que en 2016 el Estado laico mexicano arroje la casa por la ventana por la visita de la máxima autoridad de la Iglesia católica —su peso específico como jefe de Estado no merece mayor consideración— y que los mexicanos lo reciban con tal fervor y emoción. En la sede del gobierno de ese Estado laico, Francisco enfatizó —palabras más, palabras menos—, el mismo mensaje que llevó a Sócrates a su muerte: cada hombre es responsables de sus actos y de asumir sus consecuencias. Pero hace un claro exhorto a pasar del caos a un estado de comunidad responsable y creadora de la historia.

Para buena parte de la grey católica mexicana escuchar y seguir la guía de los ministros de culto es parte de su cotidianeidad. Y para los ministros asumir que deben tener respuesta para prácticamente todos los comportamientos humanos es común. Sin embargo, en las religiones orientales, como el budismo o el taoísmo, no existen ministros de culto y la vida espiritual y la práctica religiosa es responsabilidad personal e intransferible. En ese sentido, el mensaje de Francisco es históricamente ecuménico.

Pero también es terrenal. Sus consejas y propuestas no se dan en el mundo abstracto de la Teología. Apuntan a las realidades concretas. A actores de carne y hueso con cotidianeidades y problemas específicos, sean religiosos, políticos, jóvenes, indígenas o presidiarios. Y la esperanza de la que habla, como me aclaró mi asesor en Teología, no significa esperar a que las cosas mejoren por si solas; es necesario actuar hoy para que las cosas sean mejor mañana. El optimismo no emerge de una descripción de la realidad sino de la convicción de que el futuro puede ser mejor, a través de la acción.

Más allá del entusiasta acompañamiento del Estado mexicano y del fervor de los católicos, la posición de Francisco frente a la religión y frente al México de hoy abona a subsanar la ausencia de liderazgo, espiritual e intelectual. Nos ayuda a la comprensión del mundo que nos toca vivir.

¿Está Francisco transitando de la Teología de la Liberación a la liberación de la teología? ¿De ser la Teología un patrimonio de ministros y príncipes de la Iglesia a constituirse en un bien común de la grey cristiana? ¿De una teología de fronteras cerradas a una fe ecuménica de fronteras abiertas? ¿Fue ese el mensaje de su encuentro en Cuba con el patriarca de la Iglesia ortodoxa, encuentro entre jerarcas de las dos Iglesias que no sucedía hace ocho siglos? Me parece que deberíamos aprovechar el legado de esta visita para una reflexión más profunda, en lo individual y en lo colectivo, sobre quiénes somos y hacia dónde vamos los mexicanos. Más allá de si somos o no practicantes, el mensaje de Francisco tocó la realidad mexicana con suavidad, pero con entero realismo.

Director de Grupo Coppan SC.

lherrera@coppan.com

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